San Bernabé, apóstol
Los santos Pablo y Bernabé en Listra, óleo de Bartholomeus Breenbergh

San Bernabé, apóstol

Bernabé, en el momento de las primeras conversiones de los paganos, comprendió que había llegado la hora de Saulo, el cual se había retirado a Tarso, su ciudad. Fue a buscarlo allí. En ese momento importante, en cierta forma, devolvió a Pablo a la Iglesia; en este sentido, le entregó una vez más al Apóstol de las gentes.

Bernabé, Silas y Apolo

Prosiguiendo nuestro viaje entre los protagonistas de los orígenes cristianos, hoy dedicamos nuestra atención a otros colaboradores de san Pablo. Tenemos que reconocer que el Apóstol es un ejemplo elocuente de hombre abierto a la colaboración: en la Iglesia no quiere hacerlo todo él solo, sino que se sirve de numerosos y diversos compañeros. No podemos detenernos a considerar todos estos valiosos ayudantes, pues son muchos. Baste recordar, entre otros, a Epafras (cf. Col 1, 7; 4, 12; Flm 23), Epafrodito (cf. Flp 2, 25; 4, 18), Tíquico (cf. Hch 20, 4; Ef 6, 21; Col 4, 7; 2 Tm 4, 12; Tt 3, 12), Urbano (cf. Rm 16, 9), Gayo y Aristarco (cf. Hch 19, 29; 20, 4; 27, 2; Col 4, 10). Y mujeres como Febe (cf. Rm 16, 1), Trifena y Trifosa (cf. Rm 16, 12), Pérside, la madre de Rufo, de quien san Pablo dice que «es también mi madre» (cf. Rm 16, 12-13), sin olvidar a esposos como Prisca y Áquila (cf. Rm 16, 3; 1 Co 16, 19; 2 Tm 4, 19). Hoy, entre todo este conjunto de colaboradores y colaboradoras de san Pablo, centramos nuestra atención en tres de estas personas que desempeñaron un papel particularmente significativo en la evangelización de los orígenes: Bernabé, Silas y Apolo.

«Bernabé», que significa «hijo de la exhortación» (Hch 4, 36) o «hijo del consuelo», es el sobrenombre de un judío levita oriundo de Chipre. Habiéndose establecido en Jerusalén, fue uno de los primeros en abrazar el cristianismo, tras la resurrección del Señor. Con gran generosidad vendió un campo de su propiedad y entregó el dinero a los Apóstoles para las necesidades de la Iglesia (cf. Hch 4, 37). Se hizo garante de la conversión de Saulo ante la comunidad cristiana de Jerusalén, que todavía desconfiaba de su antiguo perseguidor (cf. Hch 9, 27). Enviado a Antioquía de Siria, fue a buscar a Pablo, en Tarso, donde se había retirado, y con él pasó un año entero, dedicándose a la evangelización de esa importante ciudad, en cuya Iglesia Bernabé era conocido como profeta y doctor (cf. Hch 13, 1).

Así, Bernabé, en el momento de las primeras conversiones de los paganos, comprendió que había llegado la hora de Saulo, el cual se había retirado a Tarso, su ciudad. Fue a buscarlo allí. En ese momento importante, en cierta forma, devolvió a Pablo a la Iglesia; en este sentido, le entregó una vez más al Apóstol de las gentes. La Iglesia de Antioquía envió a Bernabé en misión, junto a Pablo, realizando lo que se suele llamar el primer viaje misionero del Apóstol. En realidad, fue un viaje misionero de Bernabé, pues él era el verdadero responsable, al que Pablo se sumó como colaborador, recorriendo las regiones de Chipre y Anatolia centro-sur, en la actual Turquía, con las ciudades de Atalía, Perge, Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra y Derbe (cf. Hch 13-14). Junto a Pablo, acudió después al así llamado concilio de Jerusalén, donde, después de un profundo examen de la cuestión, los Apóstoles con los ancianos decidieron separar de la identidad cristiana la práctica de la circuncisión (cf. Hch 15, 1-35). Sólo así, al final, permitieron oficialmente que fuera posible la Iglesia de los paganos, una Iglesia sin circuncisión: somos hijos de Abraham solamente por la fe en Cristo.

Los dos, Pablo y Bernabé, se enfrentaron más tarde, al inicio del segundo viaje misionero, porque Bernabé quería tomar como compañero a Juan Marcos, mientras que Pablo no quería, dado que el joven se había separado de ellos durante el viaje anterior (cf. Hch 13, 13; 15, 36-40). Por tanto, también entre los santos existen contrastes, discordias, controversias. Esto me parece muy consolador, pues vemos que los santos no «han caído del cielo». Son hombres como nosotros, incluso con problemas complicados. La santidad no consiste en no equivocarse o no pecar nunca. La santidad crece con la capacidad de conversión, de arrepentimiento, de disponibilidad para volver a comenzar, y sobre todo con la capacidad de reconciliación y de perdón.

De este modo, Pablo, que había sido más bien duro y severo con Marcos, al final se vuelve a encontrar con él. En las últimas cartas de san Pablo, a Filemón y en la segunda a Timoteo, Marcos aparece precisamente como «mi colaborador». Por consiguiente, lo que nos hace santos no es el no habernos equivocado nunca, sino la capacidad de perdón y reconciliación. Y todos podemos aprender este camino de santidad.

En todo caso, Bernabé, con Juan Marcos, se dirigió a Chipre (cf. Hch 15, 39) alrededor del año 49. A partir de entonces se pierden sus huellas. Tertuliano le atribuye la carta a los Hebreos, lo cual es verosímil, pues, siendo de la tribu de Leví, Bernabé podía estar interesado en el tema del sacerdocio. Y la carta a los Hebreos nos interpreta de manera extraordinaria el sacerdocio de Jesús.

Silas, otro compañero de Pablo, es la forma griega de un nombre hebreo (quizá «sheal», «pedir», «invocar», que tiene la misma raíz del nombre «Saulo»), del que procede también la forma latinizada Silvano. El nombre Silas sólo está testimoniado en el libro de los Hechos de los Apóstoles, mientras que Silvano sólo aparece en las cartas de san Pablo. Era un judío de Jerusalén, uno de los primeros en hacerse cristiano, y en aquella Iglesia gozaba de gran estima (cf. Hch 15, 22), al ser considerado profeta (cf. Hch 15, 32). Fue encargado de llevar «a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia» (Hch 15, 23) las decisiones tomadas por el concilio de Jerusalén y de explicarlas. Evidentemente pensaban que era capaz de realizar una especie de mediación entre Jerusalén y Antioquía, entre judeocristianos y cristianos de origen pagano, y así servir a la unidad de la Iglesia en la diversidad de ritos y de orígenes.

Cuando Pablo se separó de Bernabé, tomó precisamente a Silas como nuevo compañero de viaje (cf. Hch 15, 40). Con Pablo llegó a Macedonia (a las ciudades de Filipos, Tesalónica y Berea), donde se detuvo, mientras que Pablo continuó hacia Atenas y después a Corinto. Silas se unió a él en Corinto, donde colaboró en la predicación del Evangelio; de hecho, en la segunda carta dirigida por san Pablo a esa Iglesia se habla de «Cristo Jesús, a quien os predicamos Silvano, Timoteo y yo» (2 Co 1, 19). De este modo se explica por qué aparece como coautor, junto a san Pablo y a Timoteo, de las dos cartas a los Tesalonicenses.

También esto me parece importante. San Pablo no actúa como un «solista», como un individuo aislado, sino junto con estos colaboradores en el «nosotros» de la Iglesia. Este «yo» de Pablo no es un «yo» aislado, sino un «yo» en el «nosotros» de la Iglesia, en el «nosotros» de la fe apostólica. Y Silvano es mencionado también al final de la primera carta de san Pedro, donde se lee: «Por medio de Silvano, a quien tengo por hermano fiel, os he escrito brevemente» (1 P 5, 12). Así vemos también la comunión de los Apóstoles. Silvano sirve a Pablo y sirve a Pedro, porque la Iglesia es una y el anuncio misionero es único.

El tercer compañero de san Pablo que hoy queremos recordar se llama Apolo, probable abreviación de Apolonio o Apolodoro. A pesar de su nombre de origen pagano, él era un judío fervoroso de Alejandría de Egipto. San Lucas, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, lo define «hombre elocuente, que dominaba las Escrituras, con fervor de espíritu» (Hch 18, 24-25).

La entrada de Apolo en el escenario de la primera evangelización tuvo lugar en la ciudad de Éfeso: había viajado allí para predicar y allí tuvo la suerte de encontrarse con los esposos cristianos Priscila y Áquila (cf. Hch 18, 26), que le ayudaron a conocer más completamente «el camino de Dios» (cf. Hch 18, 26). De Éfeso pasó por Acaya hasta llegar a la ciudad de Corinto: allí llegó con el apoyo de una carta de los cristianos de Éfeso, los cuales pedían a los corintios que le dieran una buena acogida (cf. Hch 18, 27). En Corinto, como escribe san Lucas, «con la ayuda de la gracia, contribuyó mucho al provecho de los creyentes; pues refutaba vigorosamente en público a los judíos, demostrando por las Escrituras que Jesús es el Cristo» (Hch 18, 27-28), el Mesías.

Su éxito en aquella ciudad originó una situación problemática, pues algunos miembros de aquella Iglesia, fascinados por su manera de hablar, en su nombre se oponían a los demás (cf. 1 Co 1, 12; 3, 4-6; 4, 6). San Pablo, en la primera carta a los Corintios, expresa su aprecio por la obra de Apolo, pero reprocha a los corintios que desgarraban el Cuerpo de Cristo, separándose en facciones contrapuestas.

San Pablo saca una importante lección de lo sucedido: tanto yo como Apolo –dice–, no somos más que diakonoi, es decir, simples ministros, a través de los cuales habéis llegado a la fe (cf. 1 Co 3, 5). Cada uno tiene una tarea diferente en el campo del Señor: «Yo planté, Apolo regó; mas fue Dios quien dio el crecimiento..., ya que somos colaboradores de Dios y vosotros, campo de Dios, edificación de Dios» (1 Co 3, 6-9). Al regresar a Éfeso, Apolo resistió a la invitación de san Pablo a regresar inmediatamente a Corinto, retrasando el viaje a una fecha sucesiva, que ignoramos (cf. 1 Co 16, 12). No tenemos más noticias suyas, aunque algunos expertos piensan que posiblemente es el autor de la carta a los Hebreos, que Tertuliano atribuye a san Bernabé.

Estos tres hombres brillan en el firmamento de los testigos del Evangelio por una característica común, además de por las características propias de cada uno. En común, además del origen judío, tienen la entrega a Jesucristo y al Evangelio, así como el hecho de que los tres fueron colaboradores del apóstol san Pablo. En esta misión evangelizadora original encontraron el sentido de su vida y de este modo se nos presentan como modelos luminosos de desinterés y generosidad.

Por último, pensemos una vez más en la frase de san Pablo: tanto Apolo como yo somos ministros de Jesús, cada uno a su manera, pues es Dios quien da el crecimiento. Esto vale también hoy para todos, tanto para el Papa como para los cardenales, los obispos, los sacerdotes y los laicos. Todos somos humildes ministros de Jesús. Servimos al Evangelio en la medida en que podemos, según nuestros dones, y pedimos a Dios que él haga crecer hoy su Evangelio, su Iglesia.

 

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