La austeridad es el otro nombre de la templanza, virtud cardinal que modera racionalmente la satisfacción de los apetitos. Una persona austera distingue entre lo necesario, lo conveniente y lo superfluo. Come, bebe, invierte, gasta en relación proporcional a sus ingresos, necesidades, expectativas y responsabilidades. La luz de su razón, Contralora (Moderadora) General del uso que se da a los bienes patrimoniales, la mantiene en el justo medio entre la tacañería y la prodigalidad, el consumo y el ahorro, la satisfacción de lo presente y urgente y la provisión de lo futuro y contingente.
Viene por ello asociada a la también virtud cardinal de la prudencia: cada decisión se sopesa tras diligente examen de la realidad, aleccionador recuerdo de otras experiencias, humilde docilidad al consejo de los más sabios, clarividente anticipación de escenarios futuros, oportuno resguardo de consecuencias imprevistas y atenta escucha de la bien fundada intuición.
Y puesto que la justicia, virtud cardinal que impera dar a cada uno lo suyo, prohíbe retener para sí o disfrutar como propio lo que ya tiene dueño, quien honra la austeridad tiene como principio inderogable no subordinar un deber de justicia a un caprichoso instinto de placer o vanidoso afán de aparentar más de lo que se es.
Este riguroso control de racionalidad demanda, por cierto, un alto grado de fortaleza, también virtud cardinal; y da cuenta de un constante, saludable cultivo de la libertad. La austeridad es signo y seguro de libertad. Quien no la practica en su administración personal, quien la contradice en sus políticas públicas está cayendo en las redes de una sutil esclavitud: esclavo, el primero, de sus caprichosos instintos; esclavo, el segundo, de la aprobación y votación de multitudes.
Una de las razones que explican la vocación y el estado religioso es levantar un caso preclaro, un testimonio convincente y atractivo del valor de la austeridad como sabia libertad ante los bienes terrenos. La espiritualidad franciscana, tan invocada por los ecologistas, bien podría tutelar la visión de los economistas. El objetivo de la persona y de la sociedad no es producir y consumir la mayor cantidad posible de bienes, sino contribuir a la educación de personas libres, capaces de administrarlos, disfrutarlos y compartirlos sin ser ni generar esclavos.
La espiritualidad franciscana y la educación a la austeridad presuponen un especial cultivo de la gratitud: lo que se recibe y posee vale mucho más que lo que todavía falta, y supera largamente lo estrictamente merecido. En régimen de austeridad, el deber de gratitud pone en su lugar la vociferante exigencia de gratuidad.