En la Iglesia hace mucho tiempo que dejó de existir la autoridad. Y toda sociedad en la que ese principio desaparece se fragmenta en mil reinos de taifas en los que cada uno va por su lado. Al principio, y bajo el “espíritu del Concilio”, se permitieron toda clase de desmanes teológicos, morales, litúrgicos… La obediencia desapareció y cada cual se hizo de su capa un sayo. Ese desmadre consentido, y no pocas veces alentado, por la autoridad convirtió a la Iglesia en una merienda de negros. Y fueron los Papas, Pablo VI en sus últimos tiempos y sobre todo Juan Pablo II y Benedicto XVI quienes tomaron conciencia de que aquel desbarajuste se encaminaba precipitadamente al abismo y comenzaron a tomar medidas correctivas. La respuesta del episcopado fue en no pocos casos renuente y la de los superiores de las órdenes y congregaciones religiosas no existió.
Sin embargo, lo que parecía un movimiento imparable de reforma y de protesta comenzó a verse que no era tan temible como se pensaba. Y, además, su fuerza no estaba tanto en los disidentes eclesiales sino en los medios de comunicación que magnificaban toda contestación eclesial. Es más, cuando por sus excesos ya verdaderamente rompedores se tomaba alguna medida contra alguien no pasaba absolutamente nada. El censurado se quedaba más solo que la una y hasta los medios de comunicación casi se olvidaban de él. No hay más que ver lo que ha quedado de los Küng, Boff, Pohier, Schillebeecks, Curran, Bulányi, Guindon, Balasuriya, Mello, Messner, Dupuis, Sobrino, Vidal, Haight…
A ello se unió la absoluta esterilidad de todo este movimiento contestatario que no ha sabido perpetuarse en seguidores que recogieran su protesta. Todo aquello que parecía un terrible tsunami se ha diluido en la casi nada. Sus paladines se han muerto o están en vísperas de desaparecer y apenas nadie, con alguna entidad, les sigue. Y los institutos religiosos, que han sido los más refractarios a volver a la disciplina eclesial languidecen ellos mismos y en no pocos casos hasta agonizan, sin vocaciones que puedan sustituir a quienes por la edad desaparecen o quedan inutilizados.
Durante mucho tiempo fueron los medios de comunicación quienes aterraban a la autoridad eclesial y la disuadían de actuar como era su obligación hasta que últimamente internet dio un vuelco a la situación al poner en solfa a todas aquellas personas que con obligación de cargo vivían como si aquella no existiese. Y se les han terminado los días de vino y rosas. El cómplice, el encubridor, el que pasa por todo queda retratado inmediatamente. Y ante todo el mundo. Sin existir, es como si se hubiese producido un consorcio universal que da a conocer a todos, las miserias de unos y los silencios de otros. Hasta el punto de que ya no es posible el dontancredismo eclesial.
Son ya muchísimos los católicos, clérigos y laicos, decididos a limpiar la Iglesia de tanta basura como la falta de autoridad permitió en ella. Lo más llamativo es la repugnante pederastia pero también otros hechos contrarios a la moral o al dogma son puestos de manifiesto ante quienes debiéndolos corregir no hacen nada para ello.
Ese permisivismo ha llevado a todos los escándalos que hoy lamentamos pero es ya evidente que la situación anterior no va a repetirse. Porque quienes tienen la obligación de evitarlo iban a quedar tan mal si siguieran siendo perros mudos que hasta las piedras les iban a gritar su cobardía y su traición.
Francisco José Fernández de la Cigoña
Publicado originalmente en © LA GACETA