Los tiempos que corren parecen los de una Iglesia Católica gastada, decadente, demasiado humana. Sin embargo, no es así. A pesar de los hombres, a pesar de las bajezas de sus miembros, a pesar de sus debilidades, iniquidades, traiciones, escándalos, a pesar de todo esto, la Iglesia Católica sigue siendo nueva. Y la razón es simple, aunque misteriosa. La Iglesia es el cuerpo místico de Cristo y con ella Nuestro Señor ha hecho todo nuevo, ha renovado la faz de la tierra.
¿Dónde está tal renovación?, preguntará el incrédulo. Dónde está esa faz nueva preguntará el que ha sido escandalizado por los pecados de los católicos. Dónde se encuentra la novedad, será la pregunta desgarradora de quien ha padecido los pecados de los católicos.
La novedad está y tiene su fuente en los hechos que conmemoramos estos días de Semana Santa. La novedad es el mismo Cristo y su obra salvífica. La pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo crean al hombre nuevo y con él renuevan todas las cosas. Sí, todo. No hay nada que luego de la obra redentora quede fuera de ella.
¿Qué significa esto? No se trata, evidentemente, de simples palabras bonitas, de ensoñados deseos o de febriles delirios, aunque visto el espectáculo que a veces ofrecemos los católicos, siga siendo escándalo para los judíos y locura para los gentiles. Que todo ha sido hecho nuevo significa que cada cosa del mundo, por pequeña e insignificante que sea; que cada pensamiento, por recóndito que sea; que cada acción, por mínima que sea; que cada palabra que salga de la boca, por poco escuchada que sea; que cada deseo, por íntimo que sea; hasta el mal, si es padecido y no elegido, por muy grande que sea; en fin, todo, pasa a tener su lugar en la obra redentora de Cristo. Todo pasa a tener una fuerza –una virtud– que ayuda o conduce a la vida íntima y perfecta con Dios y en Dios. Algo que antes de la venida del Salvador era insospechable. Las cosas por sí solas, aun las acciones humanas, sin estar animadas por la Gracia, no podían ser causa suficiente de una felicidad eterna y perfecta consistente en vivir bien no sólo con la vida propia, sino también con la de Dios. En este sentido, toda la creación florece porque ha sido abonada con la Cruz –pasión y muerte– y la Resurrección –“si Cristo no hubiese resucitado, vana sería nuestra fe”.
Todo ha sido hecho nuevo, porque por la Cruz se resucita para la vida eterna, y así nuestra existencia –la del hombre viejo– no es simplemente terrenal. La Cruz de Cristo, su pasión y muerte, y la corona de la resurrección es lo que nos arranca de esta tierra, de este mundo, de esta historia. Ella es la que hace de esta vida un camino. Y un camino que vale la pena recorrer, porque conduce a una casa en la que se vive mejor: la del Padre. Todo lo que sea sólo de este mundo será, ahora, pasajero y habrá que evitar su atesoramiento.
Que todo sea nuevo, entonces, obliga a vivir en este mundo, pero sin instalarse en él: riqueza, salud, éxito y la gloria del mundo, todo puede ser útil para la salvación si se lo posee desprendidamente. Pobreza, enfermedad, fracaso y desprecio, todo puede ser útil para la salvación si es padecido desprendidamente. También entonces los dolores y los sufrimientos, especialmente los del alma, esos que derivan del pecado propio o ajeno, también estos pueden ser útiles a la salvación si se viven desprendidamente, es decir, si son vividos como participación de la pasión y muerte de Jesús, y, así, como medios que conducen a la resurrección a la vida definitiva.
Que todo sea renovado en estos días del triduo pascual quiere decir, en definitiva, que el hombre puede vivir sin quedar ahogado por las angustias y padecimientos propios de este mundo, sino haciendo de la pasión y la Cruz, paradojalmente, una fiesta: la fiesta de la Esperanza, porque es en Dios en quien se espera y no en los hombres.
Esta es la fiesta a la que invita la Iglesia, que, entonces, ni envejece ni decae, porque a fin de cuentas, no es humana, sino divina. No es obra de los hombres, sino de Dios.