En muchísimos noviazgos el tema de las relaciones sexuales prematrimoniales, es un problema candente. Las condiciones sociales, culturales y sobre todo ambientales, resultan hoy poco propicias para la castidad prematrimonial. La mayor parte de los jóvenes no han recibido una formación religiosa y moral adecuada y su educación sexual se ha reducido a una mera instrucción sobre cómo prevenir embarazos y enfermedades. El matrimonio se retrasa cada vez más por múltiples razones (estudios, trabajo, vivienda etc.), por lo que se prolonga el noviazgo en una sociedad en la que domina una actitud hedonista y permisiva que incita al placer y al encuentro sexual.
Muchas parejas opinan actualmente que, puesto que el acto sexual es expresión de amor, y ellas se aman, no hay ningún inconveniente en tener ya desde ahora todo tipo de relaciones sexuales, e incluso vivir juntos, considerando esta convivencia como una preparación para la vida matrimonial, tanto más cuanto que consideran que la libre expresión de su sexualidad, les ayuda a liberarse de las constricciones ocasionadas por las convenciones sociales, culturales y religiosas. De hecho, en la gran mayoría de los noviazgos se tienen relaciones sexuales plenas y éstas son aceptadas y alentadas por el ambiente social en que viven. Además, creen que ello les lleva a un mayor y mejor conocimiento mutuo. La cohabitación prematrimonial está hoy considerada por muchos como una forma normal de noviazgo. Esta actitud depende no sólo de la pérdida del sentido de la fe cristiana y la incomprensión de la realidad sacramental del matrimonio por la ignorancia y ausencia de todo lo que tenga que ver con lo religioso, sino también de una convicción muy difundida de que el individuo no debe sacrificar sus apetitos en aras del orden social constituido, así como de una generalizada actitud de no inmiscuirse en los asuntos de los demás, condicionamientos sociales que indiscutiblemente influyen en las valoraciones morales de las jóvenes parejas, con la consecuencia de un importante aumento estadístico de cohabitantes y de “parejas de hecho” que acaban por no casarse nunca. ¿Qué pensar de todo ello?
Ante todo se ha de mantener la unión entre sexo y amor. La unión íntima entre un hombre y una mujer es casta y buena cuando forma parte de una comunión total de vida y amor que la hace conveniente y la justifica. El cristiano sabe que su cuerpo es para el Señor y miembro de Cristo (1 Cor 6,13-20). El acto sexual es para él expresión de amor y de generosidad, algo en consecuencia radicalmente opuesto al egoísmo.
En el proceso evolutivo, el quemar etapas no es conveniente. Hay que hacer las cosas en su momento adecuado. Las relaciones íntimas no deben ser un mero juego, porque exigen un compromiso mutuo, en el que cada persona entrega mucho de sí. Vale la pena esperar y prepararse en positivo, no por minusvalorar la relación, sino para poder vivir mejor un amor perdurable. La relación sexual completa debe expresar la presencia de un amor pleno, maduro, total y definitivo, y si no es así, no es correcta éticamente, pues un acto que es la máxima expresión posible de amor, no debe realizarse entre dos personas que aunque estén unidas actualmente, todavía no han dado el paso de la entrega exclusiva. Para que un acto sexual sea bueno, debe suponer una relación privilegiada, una donación sin reservas y una disciplina que excluya el capricho y la arbitrariedad.
La entrega plena en la comunión personal no puede ser expresión de una simple amistad o de una cercanía afectiva más o menos profunda, sino que requiere una densidad amorosa que sólo se da en el encuentro conyugal. Supone también para que se realice a plena satisfacción de ambos que se haga en condiciones de paz y sosiego. Este acto llega a su forma más perfecta cuando se establece entre el hombre y la mujer una relación a la vez corporal y espiritual que quiere ser también duradera y exclusiva. En el noviazgo el acto físico se realiza en el presente, mientras que la donación personal se llevará a cabo en el futuro: “me casaré contigo”. La entrega prematrimonial no es plena, sólo parcial, quedándose fácilmente en simple satisfacción propia, por lo que no es raro que la amistad en la pareja no sólo no salga fortalecida, sino que quede dañada. De hecho, privarse del acto sexual en el presente como medio de prepararse mejor para el futuro, no supone frustración puesto que se trata de una decisión meditada y personal que refuerza la autoestima, que por el contrario se ve debilitada cuando se pierde la virginidad, cosa especialmente importante en la mujer, porque en ella deja un rastro físico, e incluso los varones con historia sexual, prefieren mujeres vírgenes, aunque ellos no lo sean, si bien hay que recordarles que no se debe exigir al otro, lo que no estoy en condiciones de dar. Además, el no tener relaciones sexuales, ayuda al autocontrol, que sigue siendo necesario en el matrimonio, pero que es muy difícil de realizar, si antes no se ha practicado. El amor conlleva responsabilidades sociales y no es verdadero si no acepta los vínculos sociales correlativos, que se expresan en el matrimonio.
El placer sexual, por supuesto, no es malo, puesto que ha sido creado por Dios y es absolutamente lícito en el matrimonio, pero no lo es todo ni siquiera en el matrimonio. Cuando es placer egoísta impide la confianza recíproca y obstaculiza la comunión íntima de las personas, además de destruir la estima propia y del otro, llegando así a la infelicidad.
En sintonía con la constante tradición cristiana, la Iglesia católica enseña que el sitio de las relaciones sexuales y de la plena comunión sexual es el matrimonio, pues “debe mantenerse en el cuadro del matrimonio todo acto genital humano” (Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe “Persona Humana” nº 7). Esta orientación moral parte del supuesto de que la relación entre los sexos sólo puede dar buen resultado cuando es veraz, cuando el lenguaje corporal es realmente expresión de una donación personal sin reservas. “En consecuencia la sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan el uno al otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta el núcleo íntimo de la persona en cuanto tal” (Exhortación de Juan Pablo II “Familiaris Consortio” nº 11).
P. Pedro Trevijano, sacerdote