Las antropologías personalistas sostienen la imposibilidad de una ciencia neutra y, por tanto, la necesidad de reconocer algunos valores fundamentales. En efecto, toda educación, se desee o no, se lo proponga o no, de forma implícita o explícita, se desarrolla siempre sobre un determinado horizonte de valores. El bien y el mal se fundan en una realidad objetiva que hace que las cosas no sean malas porque se prohiban, sino que se prohiben porque son malas, mientras que las cosas buenas hay que saber presentarlas como tales y, en consecuencia, merecedoras de nuestro esfuerzo por conseguirlas. La madurez sexual sólo puede realizarse en la perspectiva de valores globales, que ayuden en la construcción de la persona, dándole también capacidad de creer y entregarse al otro. Allport, Maslow, Fromm, Frankl y en general los antropólogos creyentes se sitúan en esta línea, distinguiendo entre sexualidad y amor, aunque en la vida habitual de los individuos bien realizados estos dos aspectos tienden a fundirse. El propio placer es positivo si se integra en el marco de la maduración integral del individuo y de la comunión interpersonal. Lo que se busca es el crecimiento, desarrollo y maduración de la persona, ayudando al joven a proponerse proyectos de vida que le permitan integrar su sexualidad en su personalidad de modo responsable, objetivo más fácil si se piensa que la vida tiene una finalidad y hay una tarea que realizar. Para el creyente, Dios es el autor de la sexualidad y del matrimonio y no podrá nunca ser perverso lo que ha brotado de sus manos. Creemos que la sexualidad es buena, y, por tanto, tenemos que hablar bien de ella, así como de la vida, del amor, del compromiso, de la fidelidad, del pudor del cuerpo, de la castidad, diversa según las distintas circunstancias de la vida, pero que siempre es amor, entrega y generosidad. Al revés de la ideología de género, que cree que la libertad determina la naturaleza, para nosotros la naturaleza se realiza en la libertad. Además, pensamos que existen unas normas morales que tienen en Dios su último fundamento y realizan la conexión entre la naturaleza humana y lo que debemos hacer para lograr nuestro desarrollo y perfección personal. Ésta es nuestra línea de pensamiento que presupone la creencia en la capacidad del ser humano para optar por el bien.
Es indiscutible que una de las decisiones más importantes de nuestra vida es que el enfoque que demos a nuestra sexualidad, por los valores en ella implicados. Ello va a tener gran importancia en nuestra manera de vivir.
Por supuesto que aunque dispongamos de la libertad psicológica, no estamos dispensados del deber moral de buscar la verdad y de vivir conforme a sus exigencias, pues toda la actividad humana que sea libre entra dentro del ámbito de la moralidad. Los que creemos en un orden moral objetivo, y pensamos que el sentido de la vida es la realización del mandamiento del amor, concebimos la educación sexual como una enseñanza para vivir de una manera serena y seria los valores de la sexualidad, preparándonos así para un amor responsable y fiel que será un aspecto esencial del camino hacia la plena madurez personal. Quienes piensan así, creen en el valor de la castidad y de la pureza, están abiertos al amor tanto en su dimensión humana como sobrenatural, son limpios de corazón con la consiguiente apertura a los valores espirituales y transcendentes y muchos de ellos logran encontrar pleno sentido a su vida con su entrega generosa a los demás, ya sean los miembros de la propia familia, ya sea en la castidad consagrada. Éstos, pero también los que quieren vivir un matrimonio y una familia cristiana, tienen un ideal y han escogido un camino que no es fácil, pero sí posible con la ayuda de la gracia de Dios.
P. Pedro Trevijano, sacerdote