La semana pasada acudí al Pregón de Navidad en el Kursaal de San Sebastián, y a la salida me comentaba uno de los asistentes que nuestra cultura occidental corre el riesgo de reducir la Navidad a una especie de fiesta de carnaval de fin de año. Me impresionó un diagnóstico tan gráfico y tan crudo, y más aún cuando lo remató con las siguientes palabras: “La Navidad laica es como una carcajada sin alegría”. Tras una breve conversación nos despedimos amablemente, no sin antes desearnos una “Feliz Navidad”.
Con mayor o menor conciencia de lo que significa esta expresión, en la Nochebuena repetimos hasta la saciedad el deseo de felicidad a nuestros familiares y conocidos. Muchos millones de SMS serán enviados esta noche formulando este mismo deseo. Parece de sentido común que seamos capaces de responder a la siguiente pregunta: ¿Cuál es la razón especial para la felicidad en esta noche? ¿Qué tiene este día que no tengan los demás?
Paradójicamente, cuando nos falta la fe necesaria para gozar de la Navidad como la celebración del nacimiento de Jesucristo, de Aquel que vino al mundo para nuestra salvación; ocurre con frecuencia que este tiempo suele resultar melancólico y hasta triste. Nos sobrevienen y nos martillean multitud de “pesadillas”: la ausencia de seres queridos; la melancolía por las rupturas matrimoniales; las rencillas y enemistades familiares; la constatación de muchos egoísmos; el peso de los años y los fracasos de la vida; el desamor; el vacío existencial…
Ciertamente, una Navidad que no ponga a Jesucristo en su centro, como razón y sentido de nuestra existencia, se reduce a un carnaval al servicio del consumismo. Tenemos que abrir los ojos para comprender que a la estrategia consumista, no le interesa nuestra felicidad, por la sencilla razón de que la gente feliz consume menos. Como decía Fréderic Beigbeder: “La insatisfacción es el alma verdadera del comercio”. Recuerdo un diálogo de la película “Comprométete (Casomai)”, en el que una de las protagonistas afirmaba: «He llegado a pensar que la infelicidad es el auténtico motor del beneficio económico. Dos que se separan dan trabajo a abogados y jueces, multiplican por dos el número de casas y de coches, multiplican el consumo. Cuando yo me he sentido infeliz, he ido a comprarme un vestido rojo». Algo de esto parecía entender Santa Teresa de Jesús, cuando escribía sus conocidos versos: “Quien a Dios tiene nada le falta. Solo Dios basta”.
El consumismo desaforado es un mero refugio de nuestra infelicidad. El materialismo no consigue hacernos felices, aunque parezca que nos “consuela” de no serlo. El placer del cuerpo intenta suplir la infelicidad del alma. Y a ello nos aferramos, a falta de otra esperanza…
Decía Kierkegaard: “La puerta de la felicidad se abre hacia adentro, hay que retirarse para abrirla: si uno la empuja, la cierra cada vez más”. ¡He aquí la clave de la felicidad! El materialismo no hace sino empujar hacia adentro la puerta, cada vez con más fuerza, y de esta forma cierra a cal y canto la apertura a la felicidad. Por el contrario, la fe no “empuja” la puerta, sino que deja sitio, para que ésta pueda tornarse; de forma que nos abramos a la Buena Nueva de Jesucristo.
Y continuando con esta imagen, toda puerta necesita al menos dos bisagras: si la primera es la Fe, la segunda es la Caridad. La felicidad no es perfecta hasta que no se comparte. Más aún, la felicidad no es otra cosa que nuestra libertad puesta al servicio del amor.
¡No nos avergoncemos de la palabra felicidad! No caigamos en la tentación de pensar que se trata de un término “rosa”, idílico e inalcanzable… Digamos con pleno sentido –y permitidme que os lo diga yo ahora a vosotros–: ¡Feliz Navidad y Santo Año Nuevo para todos! Eguberri zoriontsua eta Urte Berri On!
Y dado que uno de los más claros indicios de la felicidad es el agradecimiento, os quiero invitar a todos a dar gracias a Dios, bendiciendo la mesa esta Nochebuena. Aquí os ofrezco mi propuesta de bendición:
“Bendice, Señor, en esta Noche Santa, esta mesa y a los que en torno a ella nos reunimos, así como a todos nuestros seres queridos y a los que echamos en falta: En esta noche en la que viniste a nosotros, sin encontrar posada donde alojarte, queremos abrirte las puertas de nuestro hogar y las de nuestros propios corazones para que entres y hagas tu morada en ellos. Da pan a los que tienen hambre, y hambre de Dios a los que tienen pan. Concédenos la gracia de reunirnos un día toda la familia en la mesa celestial. Amén”
Y digo yo… ¿qué tal si nos viésemos a medianoche en la Misa del Gallo?
+ José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián