No son muebles urbanos, pero representan un referente en tantos de nuestros pueblos que han visto pasar delante a los peregrinos del Camino de Santiago. Son los cruceiros, semejantes a los crucifijos compostelanos que iban señalando el camino. Algunos de estos cruceiros que tienen a Jesús crucificado por un lado, y a la Virgen por el reverso, se yerguen en el pedestal de piedra como una enseña que reclama la atención a nuestras distracciones viandantes. Uno va haciendo el camino de la vida, y surca altillos, baja cuestas, se relaja en los llanos, y así vamos cumpliendo años y aprendiendo en la andadura. Pero llega un momento en el que nos despistamos, acaso seducidos por cualquier señuelo que nos chista su picardía, acaso simplemente fatigados en la brega de nuestro afán cansino. Y entonces el andar peregrino es convocado por la imagen de Cristo, por la dulce presencia de la Señora, y de pronto retomamos el porqué de nuestros pasos, recobra sentido el sudor de nuestro es-fuerzo, y sobre todo se vislumbra otra vez el horizonte próximo o lejano de la meta de nuestro destino.
Los cruceiros eran y son una bendición que nos recuerdan la compañía de Dios y de sus santos, nos proponen incesantes la pertenencia a ese pueblo cristiano que es la Iglesia, y son un referente que como un hito montañero nos marcan a modo de brújula certera que estamos en el buen camino. Son símbolos religiosos que no resultan extraños, ni se nos imponen de modo indebido por el hecho de representar la larga historia cristiana que ha construido la cultura de nuestro pueblo. Todo esto lo digo porque está el patio revuelto con el último vaivén de medidas, cuando no aquí y allá, sino sólo aquí, en España, se pretende reescribir nuestra historia, tachando precisamente lo que la ha hecho posible como tal: el acontecimiento cristiano. Me consta con fundamento que se está haciendo un ensayo general para seguir exportando el desmontaje resentido de lo que supone el cristianismo en la América hispana.
Es posible que a algunos no les guste el cristianismo, que se borren de él, pero cualquier persona medianamente culta y libremente abierta, no puede dejar de reconocer que el cristianismo ha aportado innegables valores para construir la civilización occidental, que como ha recordado Benedicto XVI recientemente en la ONU, permiten sostener la democracia. La cultura cristiana no sólo tiene una hondura creyente, una fe real, sino que también ha sabido expresarse en las mil facetas que hacen noble nuestro pensamiento, que hacen creativo nuestro talento y que hacen serena nuestra mirada sobre las cosas.
Aunque haya quien lo diga con maledicencia ideológica, los cristianos no somos nostálgicos de ningún pasado, ni obsoletos aspirantes a ningún privilegio presente, ni ensoñadores de quimeras por venir. Pero tampoco nos resignamos a los paternalismos de estado que con insufrible cinismo pretende reeducarnos, borrar todo signo cristiano como si fuésemos apestados, como si fuera un aprensivo tabú y un supersticioso maleficio ser creyente, ser cristiano y manifestarlo públicamente.
Cualquiera puede exponer su parecer, incluso de manera insolente y denigrante los hay que lo practican usando de malas artes y de la habitual mentira. Pero si a un obispo, o a un cristiano sin más, se le ocurre hablar o escribir con respetuosa y legítima discrepancia respecto del poder dominante, le lloverán todos los improperios –puedo dar testimonio de ello– por parte de quienes, incluso sin haber leído lo escrito o escuchado lo dicho, no apor-tarán más que su descalificación de bulto, su insultante chascarrillo, la ofensa medida y la amenaza desmedida.
La Europa del Gran Simio hace muchos siglos, muchísimos ya, que fue superada desde que el hombre y la mujer fueron llamados a la dignidad única de ser personas libres, pensantes, amantes y creyentes. Y en su búsqueda del Misterio se encontraron con un Dios que se hizo encontradizo, un Dios que no era ni arrogante ni huidizo, sino que se hizo cercano, próximo, se hizo prójimo y amigo al compartir con nosotros nuestro ensueño y el suyo. Dios se hizo hombre para hablarnos en nuestra lengua, para latir con nuestro pálpito, para abrazar nuestro destino.
Lo diré una vez más: que Dios no es el huraño y grotesco rival de nuestra felicidad, sino el único que la hace posible convirtiéndose en respetuoso cómplice de nuestro bien y nuestra paz. Y como decía el gran escritor inglés Chesterton, cuando alguien ha perdido la fe no es que simplemente deje de creer en Dios sino que se convierte en adorador crédulo de todos los ídolos.
Sin ser indiferente al hecho y a la trastienda laicista que se esconde detrás, no es lo que más me preocupa que quieran quitar los crucifijos (¿por respeto a ese más del 80% de la sociedad que se confiesa cristiana?). Mientras se hacen guiños al radicalismo anticristiano, se deja de hablar de la tragedia real de las familias que sufren el paro de manera creciente, de la caída del precio salarial y de la crisis económica tremenda que pondrá en un brete insoportable al país. La provocación laicista al mundo cristiano, y el juego matarife con los no nacidos o los que por edad o enfermedad están en sus días postreros, es una alibí para no hablar responsablemente de tantas cosas que de veras preocupan a las gentes. Perdóneseme por mencionar lo inmencionable, pero aquí la gente lo empieza a pasar mal de veras, y más que menear los crucifijos, hacen falta cirineos creíbles que ayuden a llevar la cruz de tantos desafíos sin oportunismos demagógicos, que estén dispuestos a buscar soluciones sostenibles que aporten salidas en esperanza y solidaridad, dos virtudes entre otras muchas, que la historia cristiana no ha dejado de ofrecer en gratuidad.
+ Jesús Sanz Montes, obispo de Huesca y de Jaca