Conferencia que pronunció Mons. Alfonso Carrasco en un encuentro sobre "Muerte digna" organizado por el Comité de Ética Asistencial del Área Sanitaria de Lugo.
Introducción
Los profundos cambios culturales y políticos junto con el rápido progreso tecnológico, propios de nuestro tiempo, han hecho posible que se plantearan en nuestra sociedad nuevos problemas éticos referidos a la vida humana y que también revivieran problemas antiguos, que habían prácticamente desaparecido desde la llegada del cristianismo; así, por ejemplo, los del aborto y la eutanasia.
Los movimientos de opinión favorables a ésta última, activos y organizados, no sólo defienden la necesidad de una presunta actitud humanitaria, que llevaría al acto compasivo de poner término al sufrimiento de terceros; sino que, además, pretenden legitimar socialmente estos comportamientos y convertir la eutanasia en un derecho protegido por el Estado.
Esta pretensión de legitimación, que va mucho más allá de la mera despenalización y que es común a las grandes campañas actuales en defensa del aborto, introduce una novedad sobre la que es necesario reflexionar; pero presupone siempre también como primer paso una determinada comprensión de lo que es la eutanasia, presentada no sólo como acto de piedad, sino también como un progreso en los servicios que la medicina ofrecería hoy día al paciente.
Por otra parte, esta piedad, provocada por los sufrimientos y/o el deterioro grave de las condiciones de salud de la persona, va unida muy frecuentemente con consideraciones de utilidad pública: para el paciente sería bueno no seguir viviendo en esas condiciones y tener una “muerte digna”; pero lo sería también para el sistema sanitario y para la sociedad. Existe el riesgo de que los enfermos terminales sean considerados demasiado gravosos –incluso por su familia y sus allegados– y se proceda a acortar su vida por un procedimiento u otro; pero lo mismo puede suceder con los ancianos, sobre todo si no son autosuficientes, los recién nacidos malformados, los minusválidos graves y los impedidos [1].
1. Qué es la eutanasia
Así pues, es necesario, en primer lugar, comprender bien qué es la eutanasia y diferenciarla de otros procedimientos asociados a los logros de la medicina. Pues el progreso médico ni ha tenido como motivación ni conduce en modo alguno a la eutanasia; al contrario, precisamente no ceder a la tentación de resolver los desafíos planteados por el dolor y la enfermedad dando muerte al paciente, es lo que ha permitido el crecimiento tecnológico en los campos de la terapia del dolor, de los cuidados paliativos y del discernimiento y rechazo del llamado encarnizamiento terapéutico.
La eutanasia puede definirse como “una acción o una omisión que, por su naturaleza, o en la intención, causa la muerte, con el fin de evitar algún dolor”[2]. No es necesaria la distinción entre eutanasia activa y pasiva, que, por los muchos significados de la palabra “pasiva” puede introducir ambigüedades; en la eutanasia, el enfermo está siempre de algún modo en situación pasiva, y es activo siempre, en cambio, quien provoca la muerte, por acción o por omisión.
El juicio moral[3] parte de una afirmación primera: “la decisión deliberada de privar a un ser humano inocente de su vida es siempre mala desde el punto de vista moral y nunca puede ser lícita, ni como fin ni como medio para un fin bueno”[4].
El término “inocente” no ha de ser entendido aquí en el sentido de alguien “inmaculado”, sin tacha moral alguna, sino como alguien que no es agresor de la vida de otras personas. Con este precepto moral negativo se defiende un bien esencial de la persona, el de la vida humana. Aunque este bien de la vida no sea sacralizado religiosamente y aunque no se afirma sin límites (no es“infinito”, pues uno puede dar la propia vida), se trata de un bien “absoluto”; es decir, que no es relativo, no es intercambiable con otros en situación de conflicto, no está a disposición de nadie como medio para la consecución de otros fines.
El rechazo de estas perspectivas suele plantearse desde una ética utilitarista, que propone relativizar también el valor de la vida humana y, por tanto, la posibilidad de subordinarla a otros bienes, de sopesar la necesidad de su defensa teniendo en cuenta circunstancias y conveniencias. Sin embargo, matar al inocente lo priva de un bien fundamental y no será nunca un acto justo; al contrario, la vida del inocente interpela a todos y a cada uno, pidiendo ser reconocida y respetada, protegida y promovida, especialmente cuando es débil e indefensa.
Referido a la eutanasia, esto significa que, en cuanto eliminación deliberada de una persona humana, es algo moralmente inaceptable[5]. “Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad, ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo…”[6].
Con ello no se pone en cuestión en modo alguno el uso proporcionado de los medios terapéuticos, sea en la suministración de cuidados normales y cuidados paliativos, sea en el uso de analgésicos.
Con respecto a la terapia del dolor, ya Pío XII había afirmado que es lícito usar analgésicos, aunque ello conlleve el riesgo de acortar la vida, si no hay otro medio de aliviar el dolor; e incluso si privan del uso de la conciencia, a condición de que el paciente dé su consentimiento y habiendo cumplido con sus deberes religiosos y morales para con sí mismo, su familia y la sociedad. El progreso en el cuidado de estos enfermos permite hoy día calibrar cada vez mejor las dosis necesarias para alcanzar el fin buscado, que es limitar el dolor. Es importante, sin embargo, no confundir –y menos intencionadamente– esta terapia con una eutanasia auténtica, realizada a través de la administración masiva de analgésicos (opiáceos), que no buscan aliviar el dolor sino la muerte de un paciente, cuya vida no es considerada ya un bien.
El respeto del enfermo y la búsqueda de su mejor calidad de vida, exigencias del amor verdadero, pueden llevar en determinadas circunstancias a usar solamente cuidados normales y cuidados paliativos, bien conscientes de que estos no podrán ya contener la enfermedad o hacerla retroceder.
Pueden considerarse cuidados normales la alimentación y la hidratación, la aspiración de las secreciones bronquiales y la detersión de la úlcera de decúbito. Suspender indebidamente la alimentación y la hidratación, aún administradas artificialmente, mientras el organismo es capaz de recibir y beneficiarse de estos apoyos, significa una eutanasia propiamente dicha. Estos cuidados ordinarios no pueden ser considerados encarnizamiento terapéutico, ni siquiera en el caso de coma “irreversible”, y no deben sustraerse por razones de piedad.
En cambio, el concepto de encarnizamiento terapéutico puede ser usado cuando se utilizan los medios técnicos en quien está prácticamente muerto –por tanto, después de la muerte clínica–; sería una ofensa al que muere, además de un engaño a su familia. Y serían encarnizamiento igualmente intervenciones terapéuticas desproporcionadas a los efectos previsibles en el paciente.
El bien de las personas enfermas es, en todos estos casos, el criterio decisivo. Por ello, los beneficios que el desarrollo de la medicina pueden aportar al paciente deben ser cuidadosamente distinguidos de la eutanasia. Acortar artificialmente la vida, provocar la muerte, no es ningún procedimiento terapéutico.
La conciencia de los médicos, de todos los profesionales de la salud y de todos los que atienden al enfermo, será determinante en las decisiones necesarias en los casos concretos, en los que haya que valorar qué cuidados o tratamientos son ya encarnizamiento terapéutico. Tanto más importa mantener claramente el valor absoluto, no relativo de la vida humana, que no está a disposición de terceros, y la voluntad de beneficiar al paciente con los medios de que dispone la medicina.
La certeza de que médicos y profesionales de la salud intentan responder a las exigencias derivadas del propio derecho fundamental a la vida es la base de la confianza presupuesta e imprescindible en la relación médico-paciente.
No puede minusvalorarse, en cualquier caso, la necesidad del consentimiento informado, sin el cual no podrían tomarse decisiones que ponen en juego la vida del paciente. Importante también es la existencia de un “comité de bioética”, que puede acompañar la reflexión en los casos más difíciles.
2. Perspectivas de moral personal
Desde el punto de vista moral, la eutanasia conlleva la malicia propia del suicidio o del homicidio[7].
El caso más grave es cuando la eutanasia se configura como homicidio, practicado en alguien que no lo pidió ni dio su consentimiento. El colmo de la injusticia se da cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan el poder de decidir quién debe vivir o morir, quién goza de los derechos de ser persona y quién no. Llegados a este punto, “la vida del más débil queda en manos del más fuerte, se pierde el sentido de la justicia en la sociedad y se mina en su misma raíz la confianza recíproca, fundamento de toda relación auténtica entre las personas”[8].
Pero también el suicidio es moralmente inaceptable, aunque la responsabilidad subjetiva puede estar atenuada o incluso anulada; porque objetivamente implica rechazar el bien que es la vida humana y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, la propia comunidad y la sociedad en general[9]. Relativizar y negar el valor de la vida humana ante determinadas circunstancias de la existencia es moralmente injusto y, religiosamente, es un rechazo de la soberanía de Dios sobre la vida.
Por ello, colaborar con otro en llevar a cabo el suicidio (suicidio asistido) significa participar en una injusticia, que no se justifica tampoco cuando la ayuda es solicitada.
La eutanasia, aunque no tenga motivos egoístas, debe considerarse una falsa piedad[10]. Pues, en efecto, la dignidad del hombre no disminuye con la vejez, la enfermedad o las minusvalías; ni puede nunca considerarse una persona subordinada en último análisis a la utilidad de los demás, de un grupo o de la sociedad.
Aprobar el suicidio significa afirmar que, en determinadas circunstancias, existen vidas que no son un bien fundamental. Pero esto no puede ser aceptado públicamente –y menos legitimado jurídicamente– sin corromper radicalmente las bases de la convivencia, destruyendo los fundamentos de la confianza: la afirmación del valor absoluto de mi vida no puede depender de las circunstancias, de las disposiciones de la organización social o de conveniencias de terceros.
3. Perspectivas de moral social
El Estado, la sociedad, no puede aceptar la negación del valor de la vida de ningún ser humano a través de ninguna forma de instrumentos jurídicos, ni siquiera cuando alguien quiere afirmar de sí mismo que su vida no es digna. Pues el “derecho a la vida” deja de ser un “derecho fundamental”, anterior y no sometido al poder o a consensos políticos, si puede dejar de ser exigible su respeto en el caso de algunos seres humanos; o, peor aún, en el de determinadas categorías de personas.
La evolución de la sociedad y los cambios que se introduzcan en su legislación no pueden relativizar la realidad de los derechos fundamentales –el primero, el de la vida– sin poner en cuestión los propios fundamentos jurídicos. Menos aún se justificaría la transmutación de estos derechos humanos si tal evolución fuese simplemente una respuesta a las exigencias de los desarrollos científicos y técnicos de grandes grupos industriales o financieros.
Un sistema democrático, fundado en la afirmación de los derechos fundamentales, no podría legitimar sin contradicción profunda la negación del valor de la vida de un ser humano y menos declararlo un derecho, bajo la fórmula de un presunto “derecho a la muerte –digna–”, tampoco en nombre de la libertad y de la autonomía individual. Este argumento es insuficiente, ya que la sociedad “tiene el derecho y el deber de protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia y bajo el pretexto de la libertad”[11], y no puede aceptar la puesta en cuestión de los derechos de la persona, y en particular de uno tan fundamental como el de la vida.
Si llegase el caso de la promulgación de leyes que aprueban la eutanasia (o un presunto derecho al aborto), éstas se encontrarían en contradicción con el bien del individuo y con el bien común. Pues la eliminación de la persona, “en cuyo servicio tiene la sociedad su razón de existir, es lo que se contrapone más directa e irreparablemente a la posibilidad de realizar el bien común”[12].
“Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia”[13]. Pues “el rechazo a participar en una injusticia no sólo es un deber moral, sino también un derecho humano fundamental. Si no fuera así, se obligaría a la persona humana a realizar una acción intrínsecamente incompatible con su dignidad y … su misma libertad … Se trata, por tanto, de un derecho esencial que, como tal, debería estar previsto y protegido por la misma ley civil. En este sentido, la posibilidad de rechazar la participación en la fase consultiva, preparatoria y ejecutiva de semejantes actos contra la vida debería asegurarse a los médicos, a los agentes sanitarios y a los responsables de las instituciones hospitalarias, de las clínicas y casas de salud. Quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo de sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y profesional”[14].
Conclusión: para una cultura de la vida
La presencia de fuertes corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción utilitarista de la sociedad, que han aprovechado el desarrollo de la medicina y la fascinación de una autonomía individual sin límites para promover nuevos atentados contra la vida, como el aborto y la eutanasia, ha llegado a debilitar la percepción moral de las conciencias individual y social. Se ha generado así una cultura contraria a la solidaridad, que Juan Pablo II llamó una verdadera “cultura de la muerte”. Desde este punto de vista, parece como si existiera una guerra de los poderosos contra los débiles: “la vida que exigiría más acogida, amor y cuidado, es tenida por inútil o considerada como un peso insoportable”[15] y puede ser acortada o eliminada.
Contra esta cultura de la muerte, es necesaria una cultura del amor y de la vida. Tal es la identidad verdadera de la medicina, desde Hipócrates, y del derecho, cuyo honor estriba en la defensa de la justicia debida al débil; y, en realidad, tal es la identidad verdadera del ser humano.
Esto lo puede reconocer todo hombre de buena voluntad y más en nuestra sociedad occidental, en que esta percepción del valor y dignidad de la persona ha sido mucho tiempo propiedad común. Como formuló Kant, ningún hombre puede ser tratado como un medio para otra cosa, sino como fin en sí mismo. Y el Vaticano II nos recordaba recientemente, en efecto, que el hombre es el único ser que Dios ha creado por sí mismo.
Para el cristiano es claro que la raíz inconmovible del valor único de la propia persona está en su relación con Dios, en la trascendencia del propio ser, que no se reduce a parte de un proceso natural o social; y, por tanto, en el profundo amor divino, que da razón de la propia existencia y la abre al amor, a la entrega, a la esperanza de la vida.
La desaparición de la fe en Dios, el desconocimiento de su Amor, revelado en Cristo, encierra al hombre en el horizonte del mundo y permite que desaparezca la percepción de la singularidad de su persona. Por el contrario, el testimonio cristiano de la propia fe reafirma la dignidad del ser humano, el sentido radical de la vida, y puede ayudar al hombre de nuestro tiempo en su discernimiento racional ante estos grandes desafíos morales.
Esto no sucede sólo a través de doctrinas y debates, sino también gracias al testimonio del amor fraterno, que, cuidando todas las dimensiones de la persona, corporales y espirituales, confirma concretamente al paciente en el valor de la propia existencia, en la adhesión a su ser, en la esperanza, en la capacidad de lucha contra la enfermedad. De ahí el significado de la familia y de la atención médica, del horizonte espiritual en que es vivido la enfermedad, de los cuidados pastorales que sostienen la fe del enfermo.
Muchas veces la petición de la eutanasia depende en buena medida de la pérdida del significado de la vida, de la sensación de falta de dignidad de uno mismo, de la desesperación existencial. Para un paciente es de gran importancia ver valorado lo esencial de su persona por quienes lo atienden, y su propia figura de marido, padre, abuelo, particularmente por su familia y allegados. La recuperación de la dignidad personal del paciente tiene verdadera valencia terapéutica.
Ello nos muestra el gran significado que puede tener la humanización de la medicina, junto con la terapia del dolor y los cuidados paliativos. Y el riesgo inmenso que la aceptación social de la eutanasia implica para el enfermo.
El paciente está atento a la mirada de quienes lo atienden, se ve reflejado en sus ojos, percibe en ellos su dignidad. El valor de estas relaciones, y en particular de la relación médico-paciente, debe ser tenida en cuenta, más allá de la mitificación del valor, también real, de la autonomía del enfermo. Estas perspectivas pueden ayudar a comprender por qué el 20% de los pacientes oncológicos holandeses pide la eutanasia –que es legal allí–, mientras que los pacientes terminales que atendía la madre Teresa de Calcuta declaraban que se sentían “amados como hijos y tratados como reyes”.
+ Alfonso Carrasco Rouco, Obispo de Lugo
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[1] De hecho, estas perspectivas utilitaristas fueron propuestas ya en los años 20 por algunos autores alemanes y asumidas luego, con su particular acentuación racista, por el nazismo. Un eco de ello se percibe en el siguiente texto de Pío XII (Mystici corporis, 1943):
“Con profunda aflicción vemos que a veces se priva de la vida a los deformes corporalmente, a los dementes, a los afectados por enfermedades hereditarias, por considerarlos una carga molesta para la sociedad. Peor aún, algunos alaban esta manera de proceder como una nueva invención del progreso humano, sumamente provechoso a la utilidad común”.
[2] Congregación para la Doctrina de la Fe, Iura et bona, 1980; Juan Pablo II, Evangelium vitae 65
[3] Fue dado ya también por el Concilio Vaticano II:
“Cuanto atenta contra la vida –homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y los mismos suicidios deliberados– […] son [prácticas] en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador” (GS 27)
[4] Juan Pablo II, Evangelium vitae 57
[5] Cf. EV 65
[6] Iura et bona, II
[7] EV 65
[8] EV 66
[9] En palabras de Evangelium vitae: “el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se forma parte y para con la sociedad en general” (66)
[10] Pues “la verdadera comprensión hace solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo sufrimiento no puede soportar” (EV 66). El gesto se hace más perverso cuando lo realizan los familiares o los médicos, llamados a cuidar al enfermo aún en las condiciones más penosas.
[11] EV 71
[12] EV 72
[13] EV 73
[14] EV 74
[15] EV 12