La crisis de la adolescencia, lo que generalmente se llama edad del pavo, aunque a mí me encanta la definición que una niña de doce años dio a su madre sobre su hermana de catorce: “Mi hermana no está en la edad del pavo, tiene la gripe aviar “, supone una serie de transformaciones físicas, psicológicas y sociales, lo que supone riesgos, pero sobre todo oportunidades, pues es una crisis de crecimiento, aunque no es un tiempo fácil para nadie, ni para ellos, ni para sus padres. No es extraño que en la adolescencia haya choques con el mundo adulto en general y con los padres en particular.
La actitud de éstos es fundamental, pues es muy importante que cada hijo reciba la dosis necesaria de amor, respeto y confianza, pues los hijos crecen y quieren ser libres, lo que es el objetivo de la educación: personas libres, con suficiente autoestima y autoconfianza, conscientes de sus responsabilidades y de sus límites, que se saben queridos y son a su vez capaces de amor y entrega, es decir individuos de provecho. Pero su personalidad no está todavía integrada, y sus problemas les hacen sufrir, por lo que no debemos minusvalorarlos. Con respecto a los adultos, está claro que desean independizarse de nosotros, pero también que estemos a mano de ellos, por si nos necesitan. Nos desean a los adultos lejos, pero a tiro.
Los hijos son, desde luego, queridos por los padres, pero es fundamental que lo sepan, y sobre todo que lo vean en sus padres y se sientan queridos por ellos, siendo para ellos necesario conocer que son muy importantes para sus padres y que éstos están accesibles y a su disposición. El cariño hacia los educandos es la única receta universalmente válida en educación. Aunque a veces sea desesperante y difícil el trato con ellos, pues su inseguridad les lleva a la reacción contraria de creerse ya autosuficientes, es una de las épocas en que más necesitan nuestra ayuda en forma de escucha y diálogo, especialmente las chicas con su madre.
Conviene, a su vez, que los padres sepan que son queridos por sus hijos, más de lo que ellos a menudo piensan. La mayor parte de los adolescentes tienen un gran cariño hacia sus padres, se saben queridos y están orgullosos de ellos, conformes e incluso agradecidos con la educación que reciben, aunque, con frecuencia, les da vergüenza manifestar externamente su cariño. Más de una vez les he preguntado que si tuviesen un hijo de su edad, cómo lo educarían. La respuesta casi siempre es: más o menos como a mí. Sólo hay un punto en que el desacuerdo es radical, y se da en todos los países: la hora de llegar a casa.
Ante las ansias de libertad de sus hijos, los padres han de ser sus moderadores, pero sin inmovilismos. Los muchachos de esta edad que han tenido una evolución sana saben apreciar los valores, quieren ser mejores, pero incluso ni en las mejores condiciones familiares y escolares pueden excluirse los conflictos. Desgraciadamente, con excesiva frecuencia nuestros adolescentes tienen demasiadas cosas, y los padres los protegen demasiado, A su vez, los padres han de procurar no cometer equivocaciones, de las que las más frecuentes son el querer que los hijos vivan lo más cómodamente posible, con la intención laudable pero errónea de evitar a los hijos los momentos duros por los que ellos han tenido que pasar, con el resultado de hacerles blandos e incapaces de enfrentarse con las dificultades de la vida. También por esto de vez en cuando los padres deben decir no a sus hijos, para que el adolescente comprenda que sigue estando sometido a una autoridad, que no puede hacer todo lo que le apetezca y que está bajo la tutela de unos padres que se preocupan por él, lo que en el fondo le hace sentirse protegido, cosa que no sucedería si se le concediese todo lo que pide. Además así se les prepara para las inevitables desilusiones de la vida y a que tienen que adaptarse a los demás, pues los demás también existen y no se puede hacer lo que a uno le venga en gana.
Pero hoy no basta ya la simple imposición de unas normas u obligaciones, sino que hay que indicar también los valores que encierran. Para ello, los padres han de intentar sobre todo convencer a sus hijos, evitando los extremos de una rigidez excesiva que con frecuencia impulsa a la rebelión y a transgredir las normas, así como una permisividad inmoderada, que lleva al joven al convencimiento de que no les interesa a sus padres y en consecuencia al sentimiento de abandono. Es frecuente también el error de que para evitar problemas los padres traten de no hablar de las cuestiones religiosas, políticas o sociales, con lo que dejan a sus hijos sin puntos de apoyo para su vida, cuando lo que éstos necesitan son referentes sólidos en los cuales basarse.
Educar, en efecto, es mostrar el sentido de la vida, tener una idea precisa del modelo de persona que se persigue, el por qué y para qué vivir, lo que propicia el desarrollo de la dimensión religiosa de la persona, es decir enseñar a que se tenga muy claro qué merece el empleo de nuestro esfuerzo y de nuestra vida y qué no lo merece; qué es sustancial y qué accidental, y por tanto opinable; si apostamos por la verdad, la honradez y el respeto a los demás, o si lo hacemos por el dinero, el éxito, el placer o el poder. El papel principal de los padres es el de educadores, correspondiendo, mas bien pero no exclusivamente, al padre marcar las normas o pautas de conducta y a la madre el de apaciguar tensiones, acompañando ambos a sus hijos en su recorrido desde lo que son hacia lo que deben ser, enseñando a sus hijos el valor del esfuerzo, del sacrificio, del trabajo bien hecho, que es aquello que nos permite ganarnos la vida, pero también nuestro primer servicio a los demás, alcanzando éstos la verdadera libertad y autonomía cuando han aprendido qué es lo que está bien y qué es lo que está mal, es decir cuando su conducta es una conducta moral.
P.Pedro Trevijano, sacerdote