Por supuesto, la cuestión no es nueva, ya hace años alguien tan inteligente como el Cardenal Ratzinger se dió cuenta que el mayor problema de la Teología de la Liberación no eran tanto los errores teológicos –denunciados por el Dicasterio que el presidía con la Instrucción Libertatis Nuntius– que ponían a sus autores en serios problemas con la Iglesia, con la tradición, con su vocación, con el sentido común y si se descuidaban con la salud de su alma (cuántos se han secularizado o se han hecho políticos colgando los hábitos, o incluso guerrilleros...). No, el gran problema era más bien pastoral: La Teología de la Liberación se convirtió en un modo implacable de vaciar iglesias.
Y como en Latinoamérica la gente tiene una fuerte religiosidad, el vaciar unas iglesias supone el llenar otras, que es lo que ha pasado con las sectas protestantes, sobre todo las evangélicas. Lo explicaba de modo muy diplomático, y por supuesto mucho mejor que yo, Ratzinger en La sal de la tierra, cuando afirma:
“Esta teología no ha conseguido ganarse al estrato social que más le interesaba, es decir, a los pobres. Justo los más pobres huyeron de esa teología, porque no se sintieron atraidos por unas promesas intelectuales que nada les dan, mientras que, por el contrario sentían falta de calor y de consuelo propios de la religión. Por eso se refugian tanto en las sectas. Lógicamente, los simpatizantes de la teología de la liberación lo niegan. Pero hay gran parte de verdad en ello. Para los más pobres, precisamente, aquel panorama de un mundo mejor, que les prometían, quedaba demasiado lejos, así que se interesaron más por una religión presente capaz de introducirse en sus vidas. Y en aquel ámbito se dio una gran concurrencia de sectas ofreciendo aquellos elementos que no encontraban en una comunidad religiosa que se había politizado”.
No son exageraciones de un prelado conservador, sino una realidad constatable y triste. Y no es que no me guste el ecumenismo ni desprecie a los hermanos separados, pero da pena que la misma teología católica haya espantado a los fieles. Que los "simpatizantes" lo niegan, es evidente, basta leer la entrevista del P. Adolfo Nicolás, actual Prepósito General de la Compañía de Jesús, de hace algo más de un año, en que lamentaba que no se hubiese dado un voto de confianza a la teología de la Liberación, a la vez que pedía que se le diese más tiempo para madurar (¿Para que vacíe más iglesias, como ya ha vaciado los noviciados de la Compañía de Jesús?)
Y lo de vaciar iglesias es pura estadística: Quien quiera, que estudie el crecimiento de las sectas en Latinoamérica, especialmente en los países donde más se cebó la susodicha teología. Una vez más, las cifras cantan: A comienzos del siglo XX, los no católicos en América Latina eran 50 mil. Para 1940 el número de conversos a las Iglesias Evangélicas era de medio millón. En la década de 1.960 apenas llegaba a 10 millones, y se duplicó en los diez años siguientes. Para 1990 se calculan en 52 millones de protestantes. En el año 2.000 llegaron a 60 millones. Hoy puede haber más de 70 millones de cristianos no católicos en Latinoamérica. El crecimiento de las sectas protestantes en los últimos cuarenta años ha sido del 400%. Para el año 2020 los evangélicos llegarán al 50% de la población total en países como Guatemala, El Salvador y Honduras.
El motivo de este crecimiento incluye muchos factores, lo declaro ya para que no se me acuse de simplista, pero la realidad es que uno de esos factores, y muy importante, ha sido la difusión de la Teología de la Liberación. No es de extrañar: La gente normal, que iba a las iglesias católicas, en muchas ocasiones se tenían que tragar unas arengas de tipo político que, a lo mejor un día vale, pero que como tónica general de sermón, dejaba a los feligreses, como se suele decir, con los pies fríos y la cabeza caliente. "Lucha de clases", "proletariado", revolución", "burguesía", "pueblo oprimido" etc,, eran términos que acabaron por aburrir a los parroquianos, que querían oír hablar de salvación, perdón, misericordia, santidad, conversión, amor de Dios. Y de todo esto en los ambientes de la teología de la liberación se oía poco.
O si se oía, se interpretaba en modo rocambolesco. Para muestra, un botón:
“Dando a la salvación un fuerte sabor político, la teología de la liberación ha rellenado con eficacia algunos términos bíblicos con nuevos significados, de forma que conceptos tales como "pecado" adquieren un significado sólo en consonancia con las ideas de este mundo. Pecado es –para ellos– todo lo que frena o cortapisa el proceso de liberación o contribuye a oprimir a cualquiera (especialmente la cultura capitalista occidental, los gobiernos, etc). Salvación significaría ahora la construcción de una nueva sociedad, mediante la revolución si es preciso, ya que debemos tomar las cosas en nuestras manos. Para que la liberación sea auténtica y completa debe ser realizada por el propio pueblo oprimido. Los pobres son el pueblo elegido de Dios. Es a ellos a quienes Dios busca. La lucha de clases es por consiguiente, un hecho innegable. Es el punto de arranque para la liberación”
Sin embargo, en las iglesias –y sectas– evangélicas o pentecostales de estilo gringo la gente escuchaba todo lo contrario (no en los protestantes progres venidos de Europa que se dejaron llevar por la misma Teología, con las mismas consecuencias nefastas). Como ejemplo, cito un autor evangélico que con lucidez muestra haberse dado cuenta de la cuestión:
“Si el teólogo de la liberación fuera imparcial en su interpretación de las Escrituras, y si no se aproximara a la Biblia con la presuposición de que es una versión temprana del manifiesto comunista, descubriría que la disparidad entre el rico y el pobre no es la causa de los problemas de la humanidad, sino que es nada más que una consecuencia del verdadero problema. El primer objetivo para ser derrocado no es la burguesía, sino el pecado del hombre, su egoísmo y su avaricia. En lugar de una revolución política, lo que se necesita es una revolución en el corazón del hombre, y eso sólo lo puede lograr Cristo (2 Co. 5:17). Cristo no vino a ser un modelo de revolucionario sino a morir por los pecados del hombre”.
Yo desde luego, a pesar de considerarme católico orgulloso de serlo, me quedo con la opinión del autor evangélico. A la luz de este tipo de afirmaciones y las estadísticas que peores no podrían ser, solo queda alegrarme que de que entonces en la Congregación para la Doctrina de la Fe estuviese como jefe el Cardenal Ratzinger (hoy Benedicto XVI) y no el P. Adolfo Nicolás, y que por tanto no se le diese a dicha teología el voto de confianza que podría haber empeorado todavía más las cosas
Más recientemente ha vuelto a confirmar Benedicto XVI la intuición que tuvo cuando era cardenal. Con ocasión de los 25 años de la Instrucción Libertatis Nuntius, recordó los obispos brasileños que las secuelas de la teología marxista de la liberación “más o menos visibles de rebelión, división, disenso, ofensa, anarquía, aún se hacen sentir, creando en vuestras comunidades diocesanas gran sufrimiento y grave pérdida de fuerzas vivas”. Señal que los efectos menos positivos de esta Teología (sin negar que haya otros más positivos) todavía se hacen sentir en Latinoamérica y hacen estragos. Por esa razón, el Santo Padre, recordando la sabiduría de dicho documento, exhortó “a cuantos se algún modo se sientan atraídos, involucrados y afectados en lo íntimo por ciertos principios engañosos de la teología de la liberación, que se confronten nuevamente con la referida Instrucción, acogiendo la luz benigna que la misma ofrece con mano extendida”.
P. Alberto Royo Mejía, sacerdote