No me refiero a ninguna experiencia de mi vida montañera. Se trata de algo distinto. Hace 57 años, anteayer, día de san Pedro, 42 hombres jóvenes fuimos ordenados sacerdotes en Valencia. Como todos los años, nos hemos reunido dos días. Lo peculiar de esa cordada es que, de todos los ordenados, nadie se ha secularizado. Los que faltan están en la Casa del Padre. Nos reunimos para compartir nuestra añeja amistad y agradecer el sacerdocio y la perseverancia; ambas cosas las consideramos no un mérito nuestro, en absoluto, sino una generosidad de Dios. En tantos años hemos tenido las experiencias más variadas. Son distintos los recuerdos, pero totalmente compartida la alegría del reencuentro, el intercambio de tan distintas experiencias vitales, el deseo de seguir sirviendo a Dios en la Iglesia, en nuestras actuales situaciones. Cualquier cordada se resiente en alguna medida, cuando uno de los componentes decide abandonar. Nosotros hemos tenido las dificultades y gozos de haber sido sacerdotes en situaciones tan distintas para la Iglesia, como las que hemos vivido tantos años; pero, gracias a Dios, ninguno ha dejado la cordada ni ha renunciado al compromiso contraído en la juventud.
Como sucede en cualquier cordada, que ha repetido varias ascensiones, todos tienen sensibilidad para intuir cuándo alguno necesita apoyo, ánimo, consejo, una oración que le encomienda al Señor; y hace años que todos hemos sentido más de una vez el seguimiento amigable y espiritual de nuestros compañeros. Y no hemos juzgado a quienes dejaron el camino, porque ello pertenece a lo más íntimo de cada conciencia. En el funeral del segundo condiscípulo, muerto joven en accidente de tráfico, no sé cómo se me ocurrió decir en la homilía que sería hermoso que, con el tiempo, cuando quedara sólo uno de nosotros, pudiera dar gracias a Dios, porque, cuantos le antecedieron en la muerte habían permanecido en la «cordada». Gracias a la «perseverante» ayuda del Señor, llevamos camino de ello. La Razón
Cardenal Ricardo Mª Carles