Al partir desde el aeropuerto de Birmingham rumbo a Roma después de cuatro exhaustivas jornadas en el Reino Unido, el Primer Ministro David Cameron expresó a Benedicto XVI: “En esta verdaderamente histórica primera visita de Estado a Gran Bretaña, Su Santidad ha hablado a una nación de seis millones de católicos, pero ha sido escuchado por una nación de más de 60 millones de ciudadanos y por muchos millones más alrededor del mundo”. Luego concluyó: “En estos días ha usted realmente desafiado al país entero a sentarse y pensar, lo cual sólo puede ser algo muy positivo”. Rubricando la poco flemática afirmación de Cameron, no son de menor importancia las palabras que escribió sobre el Pontífice romano, en “The News of the World”, el anterior primado de la Iglesia Anglicana (1991-2001), arzobispo George Carey: “Llegó, vio y convenció”.
Si la primera visita oficial de un Papa a Inglaterra, dadas las agresivas características de un laicismo particularmente asentado en las islas británicas –por lo menos en sus grandes medios de comunicación– parecía, como advertían voces autorizadas, una “impossible mission” o “a great risk”, el resultado final ha sido completamente lo contrario. Haciéndose eco de la prensa británica, lo constata por ejemplo el propio diario español “El País”, conocido por una hostilidad no menor a la de sus pares ingleses cuando de religión se trata. Benedicto XVI, confiesa, no sólo transformó de manera muy favorable la imagen que de él se proyectaba en el Reino Unido, sino que abrió un debate profundo sobre el tema central de su mensaje a lo largo de la visita: el papel de la religión en una sociedad dominada por el laicismo.
Estos históricos acontecimientos dejan, no obstante, además de las evidencias advertidas por Cameron y Carey, otras cuestiones sobre las que reflexionar. Se refieren al impacto en la realidad profunda de los hechos –más allá de interpretaciones y relatos– que puede advenir de improviso sobre una cultura, siendo su porqué un asunto que en cierto modo nos escapa.
Cuando en el siglo primero Pablo de Tarso visitó el areópago en Atenas, la realidad que enfrentó no era muy distinta de la que en este caso nos impresiona. Entre burlas de muchos, dijo a esos atenienses –quienes elevaban altares “al dios desconocido”– que venía él para anunciarles a aquél que sin conocer adoraban. Los efectos de su anuncio han durado dos mil años, rebasando indudablemente con creces los límites geográficos del Peloponeso. Sin temor a exagerar, puede hoy perfectamente decirse que, 2000 años después, es Pedro quien ahora ha aceptado con “valentía y alegría” dirigirse, por sobre cualquier riesgo previsto, a ese símbolo duro del areópago contemporáneo que es la sociedad británica. Lo ha hecho siguiendo sabiamente la armónica melodía que imprimió a todo su recorrido por el Reino Unido con el motu de uno de sus grandes maestros, el Cardenal John Henry Newman, a quien beatificó en Birmingham: “Heart speaks unto heart” (Cor ad cor loquitur).
Dijo por ahí un observador que si bien su inglés sonaba monótono, con tono muy germánico y su rostro no traducía mayor expresión, sus ojos entretanto (órganos del más espiritual de los sentidos, aquellos por donde normalmente más habla el corazón) fueron en todo momento de una expresividad asombrosa. El corazón habla al corazón.
Muchas ideas sustanciales concernientes al mundo actual, escritas con su puño y letra, expuso Benedicto XVI en sus cuatro días en el Reino Unido. Vale la pena cifrar algunas que dicen relación muy directa y esencial con el carácter “areopagita” de esta visita, que proclamó a un Dios hoy también “desconocido”.
Dr. Jaime Antúnez Aldunate
Publicado en VivaChile.org