Peregrinaba con un nutrido grupo de mi parroquia a Santiago de Compostela hace unas semanas y una de las etapas del camino fue el concelebrar la Misa mayor el domingo con los monjes benedictinos de la Abadía de Samos. Hermoso gregoriano, para ser una comunidad pequeña, liturgia bastante cuidada y, sobre todo, una sugestiva homilía del Prior, P. José Luís, al que hace años que conozco. Palabras sencillas pero penetrantes en una iglesia llena de peregrinos, y un enfoque del Año Compostelano basado en un término interesantísimo que hacía años que no escuchaba, pues se usa poco al hablar del tema.
El reverendo Prior habló de la “perdonanza” del año compostelano. Digo lo de hace años, porque cuando estudiaba en Roma recuerdo que en Italia se celebraba con cierta relevancia la “Perdonanza di Assisi o indulgenza della porziuncola”. Se trataba de una indulgencia especial relacionada con la fecha de la consagración de la Basílica de Santa María de los Ángeles (12 de agosto de 1215), en la que como es sabido se encuentra la llamada porziuncola, capilla junto a la cual falleció el poverello de Asís en 1226. Se cuenta que un año después de la consagración, en 1216, estaba un día Francisco en oración y se le apareció el Señor y la Virgen, rodeados de Ángeles y le dijeron que pidiese lo que quisiese como medio para la salvación de las almas. Francisco pidió que se salvasen aquellos que piadosamente visitasen aquella iglesia.
En la misma visión, Cristo invitó a Francisco a acercarse a Perugia, donde coincidía que en aquellos días estaba el Papa Honorio III, para pedirle la concesión de una indulgencia ligada a la basílica se Santa María de los Ángeles. Lo cual hizo el poverello y obtuvo del Papa la indulgencia, que todavía hoy se puede obtener en toda la Iglesia universal visitando una iglesia en la noche del 11 de agosto al 12 y cumplir las condiciones necesarias para lucrar la indulgencia plenaria. Fue el mismo Papa que también años después, en enero de 1226 aprobó la regla de los Franciscanos, unos meses antes por tanto de la muerte del gran Francisco.
Volviendo a España, muchos nos habíamos olvidado -alguno quizás ni lo sepa- que el año compostelano o año jacobeo, durante siglos se llamó el “año de la gran perdonanza”, y esto es lo que venía a recordar el prior de Samos en su homilía, recordando el sentido espiritual del año que estamos celebrando. Perdonanza o jubileo, como explica el historiador y sacerdote don Luis Suarez:
“Año Santo se dice en nuestros días pero durante siglos se utilizaba otro término más expresivo y correcto: la Gran Perdonanza. Por medio de esas huellas de peregrinos que se acumulan por encima de un viejo cementerio, España ha hecho llegar a Europa uno de los mensajes humanos más importantes, hasta enraizarlo en sus normas jurídicas. Tenemos que acostumbrarnos a entender que no hay delito o pecado, por graves que estos sean, que no pueda alcanzar el perdón, siempre, eso si, que se cumplan las tres condiciones que se colocaban sobre los hombros de los peregrinos: arrepentimiento con voluntad de enmienda, reconocimiento y confesión del daño causado, y una «verdadera y fructuosa penitencia”.
Y esto lo experimenta el peregrino en sus propias carnes: En el camino arduo que duraba semanas o meses, dependiendo de dónde viniese, sin los cómodos albergues que hoy conocemos (casi todos con ducha, algunos con wifi para el móvil, etc.) y, todo lo contrario, sufriendo todo tipo de incomodidades, obtenía un resultado importante, que era el de conocerse a sí mismo y, conociéndose, llegar al arrepentimiento de las propias faltas. De ese modo, llegaba a la tumba del Apóstol con deseo de renovación, obtenía el perdón y la indulgencia especial y, de vuelta a su tierra, anunciaba dicho perdón a propios y extraños. Continúa don Luis Suarez:
“El peregrino, que hacía un largo y terrible camino, en el que las más duras pruebas le acechaban, realizaba una fructuosa operación que también nosotros deberíamos practicar: olvidarse de cuanto le rodea para adentrarse en si mismo y hacerse la pregunta capital: ¿quien y qué soy? Al termino de la ruta,) provisto ya de «gran perdonanza» se sentía un «hombre nuevo capaz de reemprender la ruta de su existencia, partiendo, desde luego con premisas morales muy serias.”
Esta idea la recoge la página web de la Conferencia Episcopal Española, que al hablar del camino y la perdonanza, afirma: “El camino de Santiago se convertirá así en símbolo y metáfora de la condición cristiana y humana. La búsqueda del perdón de Dios por los pecados cometidos y la necesidad de la reconciliación configuran también la entraña del Jacobeo, que está lucrado por la Iglesia con indulgencia plenaria”.
No dice nada nuevo dicho artículo, pues ya hace muchos siglos, el Codex Callistinus cantaba las maravillas de la peregrinación a Santiago como instrumento de cambio de vida y de santificación:
“El camino de peregrinación es cosa muy buena, pero es estrecho. Pues es estrecho el camino que conduce al hombre a la vida; en cambio, ancho y espacioso el que conduce a la muerte. El camino de peregrinación es para los buenos: carencia de vicios, mortificación del cuerpo, aumento de las virtudes, perdón de los pecados, penitencia de los penitentes, camino de los justos, amor de los santos, fe en la resurrección y premio de los bienaventurados, alejamiento del infierno, protección de los cielos. Aleja de los suculentos manjares, hace desaparecer la voraz obesidad, refrena la voluptuosidad, contiene los apetitos de la carne que luchan contra la fortaleza del alma, purifica el espíritu, invita al hombre a la vida contemplativa, humilla a los altos, enaltece a los humildes, ama la pobreza.” (Liber Sancti Jacobi; Codex Calixtinus)
Así sí que tiene sentido pleno el Camino de Santiago, que no deja de tener otros -turístico, cultural, incluso devocional-, todos ellos interesantes, algunos más folclóricos que otros y algunos intentando darle una carga de esoterismo y new age que según mi pobre parecer es sacar los pies del plato. Pero, se mire como se mire, en el Año Compostelano el camino debe llevar al Jubileo, y a éste se llega por la conversión, la contrición y la confesión. Y, después, a volver como nuevos a casa.
Alberto Royo Mejía, sacerdote