Los abusos cometidos por eclesiásticos suelen provocar conmoción pública cuando se refieren a conductas aberrantes de significación sexual.
Con toda razón.
La indemnidad y libertad sexual de las víctimas es un bien jurídico que la sociedad debe cautelar mediante la severa reprensión penal de los abusadores. La calidad de “ministro sagrado” constituye una agravante, dado que el abusador aprovecha su investidura y la consiguiente relación de confianza para invadir la intimidad de su víctima.
La moral sexual que la Iglesia, desde Jesucristo, enseña y urge a sus fieles considera como materia de pecado grave la actuación voluntaria de las facultades generativas desprovista del doble bien de la comunión y procreación conyugal. Realizada en niños y jóvenes, esta conducta desordenada y abusiva cobra ribetes de escándalo, severamente penado por Jesús.
Asentadas estas verdades, recordemos que los grandes pecados bíblicos suelen focalizarse en áreas desconectadas de la sexualidad.
En el pecado original no hay lujuria sino soberbia: la pretensión de saltarse un peldaño ontológico y escalar, el hombre, a la categoría de un Dios que declara lo que es bueno y lo que es malo.
Este pecado fue a su vez instigado por la envidia de otro gran soberbio, Luzbel, rebelde a aceptar tener que inclinarse ante una criatura más sabia y poderosa que él.
Bajo la égida de Moisés, los grandes pecados de su pueblo atentan contra la fe en la Palabra de Dios: es un continuo cuestionar sus promesas y atributos, en especial su fidelidad.
Judas peca y traiciona por ambición y se pierde por desesperación. Pedro es cobarde. Los demás apóstoles también pecan por ambición de ser, cada uno, el más importante.
Los contradictores de Pablo, fariseos y sumos sacerdotes, interpretan sesgadamente la salvación, reservándola en exclusiva a los circuncidados según la ley de Moisés.
El primer Concilio de la Iglesia estará centrado en la pregunta de si Cristo y su Evangelio de salvación son ofrecidos a todos, o algunos. Y todos los grandes Concilios hasta hoy tendrán como tema principal la clarificación y exigencia de la recta doctrina.
Los Padres de la Iglesia, cuando hablan de la Iglesia virgen, entienden precisamente la conservación pura e íntegra de la verdad revelada por Cristo, su único Esposo-Maestro.
El pez se descompone primero por su cabeza.
Si graves son los pecados contra el Cuerpo, tanto o más graves son los pecados contra la Verdad. El ministro sagrado que por ignorancia, soberbia o negligencia adultera la Palabra o profana la pureza de la Verdad comete doble abuso: contra Dios y contra los hombres. Y este abuso es más incisivo y corrosivo que el abuso contra el cuerpo.
Obediencia y fidelidad al Papa nos urgen a tomar como nuestro el lema pontifical de Benedicto XVI: “Cooperador de la Verdad”.
P. Raúl Hasbún, sacerdote
Publicado en Revista Humanitas, http://www.humanitas.cl y Viva Chile