La doctrina y el espíritu que surgió del Concilio Vaticano II fue un verdadero viento fresco del Espíritu. La parte tradicional del clero y los fieles fue obediente, sumisa y se esforzó sinceramente en entender en qué cosas podían mejorar, qué cosas podían aprender de los tiempos modernos. Con dolor o sin él, la parte tradicional de la Iglesia, los hijos fieles, dijeron: Tu es Petrus. Y no dieron ningún problema. Sólo unos pocos exaltados se echaron al monte.
Pero ya antes del Concilio laboraban fuerzas de desobediencia, de contestación, de rebelión, aunque ellos cubrieron esas palabras bajo el término de aperturismo, palabra que parecía hacer perdonar todos sus pecados. Esas fuerzas de las que abominaron el hermano Pedro y el hermano Pablo en sus epístolas, esos pastores-desorientados se desbordaron en los años 70.
Y así, la justa renovación litúrgica se tornó en muchos casos en extravagancia. El respeto a los sucesores de los Apóstoles, se transformó en mofa. Las cosas más sagradas de la Iglesia fueron profanadas públicamente por sus mismos defensores y custodios. Los dogmas fueron enseñados en muchas aulas sólo para ser criticados.
Todo esto no fue una excepción, ocurrió con mucha frecuencia en todos los rincones de la Iglesia. Uno de los poquísimos lugares de la Iglesia donde esto no sucedió fue en la parte sufriente de ella, en el lejano Este de Europa; en esa época lejanísimo. Habían sufrido demasiado como para ahora caer en la trampa de los curas-socialistas. Las iglesias perseguidas fueron monolíticamente fieles a la Tradición y al Vaticano II, sin fisuras. De allí buscó el Altísimo un servidor que pusiese solución. Pero ésa es otra historia.
Mientras tanto, Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo I hicieron lo que pudieron con todo el amor del mundo, con toda prudencia, con prudencia pero con firmeza. Se les recuerda como lo contrario al dogmatismo y a la autoridad, pero les recuerdan así, porque así quieren recordarles. Mas la lista de ocasiones en que ellos dijeron hasta aquí hemos llegado, es nutridísima.
Ellos también dieron un golpe sobre la mesa muchas veces, y dijeron basta cada vez que consideraron que algo no podía tolerarse. Nadie suele recordar que el obispo Albino Luciani, después Juan Pablo I, ante un pueblo que le desobedeció en su diócesis porque quería que el coadjutor sucediese al párroco difunto, no sólo les dejó sin párroco, sino que fue al pueblo con los carabineros y se llevó el Santísimo Sacramento de la iglesia. Los curas-obreros de Milán siempre echaron pestes de su patriarca, futuro Juan Pablo I, que en cuestión de fe y obediencia se mostró inflexible.
Todas estas reflexiones no son meras remembranzas de los años 70 y 80. Debemos aprender del pasado y no repetir los mismos errores.
José Antonio Fortea Cucurull, sacerdote y exorcista
Publicado en el "Blog del Padre Fortea"