La primera vez que las escuché, me parecieron meras expresiones de piedad. Con el paso del tiempo, he descubierto que tienen gran enjundia teológica. Me estoy refiriendo a esas añadiduras al Ave-María que algunos hacen antes de iniciar la letanía del Santo Rosario: «Dios te salve María, Hija de Dios Padre..., Madre de Dios Hijo..., Esposa de Dios Espíritu Santo». Efectivamente, entre María y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo existen unas relaciones no sólo íntimas sino del todo singulares.
Comencemos con las que tiene con Dios Padre. María engendró en el tiempo el mismo Hijo que el Padre engendró en la eternidad. De tal manera que no es heterodoxo afirmar que el Padre y María han tenido el mismo Hijo. El gran teólogo san Anselmo lo dijo casi con estas mismas palabras: «El Padre y la Virgen tuvieron naturalmente un Hijo común». Zubiri también afirma algo semejante, cuando explica que la clave está en que Jesucristo «es nacido». Dice él: «nacido de Dios y nacido de María». Aunque es muy difícil de expresar esta realidad, el hecho histórico es que María engendra al Hijo que, desde la eternidad, es engendrado en el seno de la divinidad. De modo que la expresión de Dionisio Cartujano, que llama al Padre y a María «copadres» de Jesucristo, es no sólo bella sino teológicamente muy acertada.
La relación de María con el Hijo es todavía más evidente. Ella es su verdadera Madre. Tan Madre como lo es cualquiera de las madres del mundo. El Concilio de Éfeso ha sido muy explícito, al definir no que María sea madre del hombre Jesús, sino que es Madre de Dios, Madre de la única Persona –la segunda de la Trinidad- que tiene dos naturalezas distintas y, a la vez, unidas en esa Persona. Ella engendró la única Persona que existe en Jesucristo: al Verbo Encarnado. Por eso es verdadera Madre suya.
Más aún, María es más Madre de Jesús que lo son las demás madres, porque todo el componente biológico lo ha recibido de ella. En los demás casos, hay un componente biológico que pertenece al padre y otro a la madre. En el caso de Jesucristo, María le suministró todo el elemento genético, por cuanto se trató de una concepción virginal, sin ninguna aportación genética de un varón.
Esta concepción virginal fue obra del Espíritu Santo, como lo explica de modo tan encantador como preciso, el catecismo del Padre Astete, hablando del misterio de la Encarnación: «En las entrañas purísimas de la Virgen María, el Espíritu Santo formó un cuerpo perfectísimo, creó de la nada un alma y la unió a aquel cuerpo; y, de este modo, el que antes era Dios, sin dejar de serlo, quedó hecho hombre». Nada más lógico que los teólogos digan que entre María y el Espíritu Santo existe una «relación esponsal».
El entonces cardenal Ratzinger, hoy Benedicto XVI, explicaba -en su libro «La Eucaristía, centro de la vida»- la trascendencia que esto tiene en el plano de nuestra salvación. Decía él: «Sin María, la entrada de Dios en la historia no llegaría a su meta, por cuanto no alcanzaría la declaración del Credo: que Dios no es únicamente un Dios en sí y para sí mismo, sino un Dios para nosotros».
Dicho de una manera más sencilla: la historia de la salvación, tal y como Dios la planificó desde toda la eternidad, no se habría podido realizar sin el concurso –libre y consciente- de Maria. Gracias a que María se entregó por completo a la voluntad del Padre y puso su cuerpo a disposición plena del Espíritu Santo, el Verbo pudo tener un cuerpo con el que realizar la salvación.
María es, en definitiva, una pieza imprescindible en la vida de la Iglesia y en la de cada cristiano. La devoción a María no es un lujo sino una necesidad. El que excluya a Maria de su vida, excluye a Dios y a su plan de salvación. Ahora que comienza el mes de mayo, mes dedicado tradicionalmente a María, es una ocasión propicia para que metamos a María «en todo y para todo».
+ Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos