Me llega un correo “volante” sobre la marcha de Yuste de los monjes jerónimos. Lo siento; pero en su Orden, como en la mía, hay una normativa al respecto, y ellos habrán tomado las decisiones más oportunas, tomando consejo de quienes deben. Esto me parece que es lo más importante. Y este caso se ha repetido ya muchas veces en la historia del monacato, de modo que ya sabemos lo que hay que hacer.
Otra cosa muy distinta es el tono y los conceptos que maneja quien escribe el texto del mensaje o las ideas que se esgrimen en su contenido. Me lo envían para que lo difunda, y debo manifestar que no estoy de acuerdo en hacerlo.
Y a este respecto debo decir, desde mi conocimiento de la historia del monacato, y desde la experiencia de múltiples experiencias similares, dos cosas importantes.
La primera es que debemos aprender varias cosas de las Desamortizaciones habidas en los finales del siglo XIX. La segunda es que los monjes no debemos transformarnos en conservadores o restauradores de edificios “que superan nuestra capacidad” (como dice una frase sálmica). En algunos casos, abandonar esos lugares es más bien una gran liberación.
Las Desamortizaciones tuvieron su origen en dos causas, entre otras: la necesidad de recursos por parte del Estado (que siempre apunta primero a los sectores más débiles y menos “reaccionarios” de la sociedad, o sea, los que menos problemas le crearán…), y la situación deplorable y desfasada de las comunidades religiosas en aquel tiempo (cuestión estudiada con amplitud, pero no siempre reconocida). En el siglo XIX se hablaba del “patrimonio muerto” de las comunidades religiosas. Y era verdad. Pero entonces, como ahora, ricos y nobles, también tenían patrimonio muerto, y nadie se lo tocó. También los bancos tienen hoy día un gran “patrimonio muerto”.
El equívoco de las desamortizaciones es que se hicieron sin cobertura legal, sin normas para preservar el patrimonio cultural y la venta de los bienes requisados fue a parar a manos particulares. Eso es la que dice la historia documentada y publicada.
Se habla en el texto que me envían de “desamortización encubierta”. Creo que no es exacta esa frase. Sería mejor hablar de una “desamortización ignorante”, por no emplear el término “salvaje” (como se ha aplicado al tema de la construcción…).
Muchas comunidades monásticas masculinas y, sobre todo femeninas, viven hoy día en desequilibrio emocional, numérico y ecológico con “sus patrimonios históricos”, a cuyo mantenimiento han dedicado probablemente trabajos y desvelos excesivos. En muchas ocasiones recibiendo amparo de normativas y ayudas de conservación promovidas por diversos gobiernos (nacionales o regionales). Estas ayudas nunca han sido para beneficio personal de los monjes o monjas, sino ayudas para conservación y mantenimiento del patrimonio cultural.
Los monjes y las monjas debemos hacer un examen de conciencia para ver si hemos sabido llevar memoria documental de lo acecido en los últimos años, y de si las personas que han habitado o habitan los cenobios están a la altura de lo que estos representan o exige su mantenimiento. Es el primer paso para que no falte lo que faltó en las desamortizaciones anteriores: cobertura legal (para el legislador y para el legislado, para evitar la arbitrariedad o el abuso, respectivamente).
Por otra parte, ciertos ambientes no ayudan ni cooperan a una vida monástica desahogada y sana: grandes edificios, gastos continuos en reparaciones, obras interminables, dependencia de “planes directores”, recepción de “subvenciones”… en fin, reparto de mucho para unos pocos, y precariedad de las comunidades. En las desamortizaciones se puso de manifiesto la penuria de las comunidades, la escasez de personas formadas y capaces de gestionar y proteger el patrimonio adquirido. Cuanto más débil es la presa, más fácil lo tiene el depredador.
Finalmente, el lugar es para los monjes, y no los monjes para el lugar, de modo que cuando un lugar se transforma en “hostil” para la vida monástica: difícil de mantener, ruidoso, excesivamente caro (para la comunidad) y con excesivos metros cuadrados por persona… esto puede ser una “llamada” a salir de nuevo en dirección al desierto y buscar lo esencial de la vida monástica.
Y como consejo práctico: no fiarse en quienes en el entorno “defienden” la permanencia de los monjes. Sólo pretenden el beneficio que les reporta el turismo, complican las cosas ante la opinión pública, y generalmente no son sinceros.
Por mi parte sólo difundiré un mensaje: a partir de hace unos años hay un método para afrontar la que se nos viene encima a muchos monasterios, y ya lo apunté antes: cobertura legal inteligente, atenerse a las normas para preservar el patrimonio cultural y que no se mercadee con lo requisado.
La historia juzgará y dejará constancia del papel desempañado por el gobierno y los ejecutores de sus órdenes. Los monjes y las monjas, hasta hora generalmente muy pasivos y a veces mal aconsejados, deberían “ponerse las pilas” y estar a la altura de las circunstancias (y, de paso, que no se fíen, como en el siglo XIX de los agentes “gubernamentales”, y protejan, guarden y pongan a buen recaudo los libros y los elementos de patrimonio cultural… para que cuando lleguen los depredadore se conformen con los trastos y las cortinas, las lámparas y los armarios… Como sucede en algunos Monasterios-Paradores, quienes van allí no saben que sacan la botella de wisky de lo que un día fue un sagrario… ¡pero qué lo vamos a hacer! Eso ha pasado y pasará siempre…).
Francisco R. de Pascual, Monje Cisterciense
Director de la Revista Cistercium