Durante la Edad Media se van recuperando las ideas antiguas desplegadas por S. Agustín y transmitidas por algunos eclesiásticos intelectuales como Casiodoro, Boecio y S. Isidoro de Sevilla. El arte medieval, inicialmente diversificado por las distintas culturas de los pueblos bárbaros, se fue unificando en un proceso lento dominado por la fuerza revitalizadora de la religión. Las condiciones de vida en Europa contribuyeron a que el arte, en torno a los monasterios y a las catedrales, fuera exclusivamente religioso, cristiano y eclesiástico.
Hemos de advertir que la idea medieval de arte no coincide con el concepto posterior de obra realmente artística: «La escultura y la pintura –comenta E. de Bruyne– son oficios, lo mismo que la costura o la fabricación de un buen zapato». No obstante, cuando se quiere poner algún ejemplo de arte, instintivamente se recurre a lo que nosotros llamamos bellas artes: como diría Sto. Tomás, aquellas cosas que son «delectabilia propter sui convenientiam» o agradables por sí mismas.
Desde principios del siglo vii hasta el siglo x, los monasterios se convierten en centros de difusión cultural y religiosa. Tutelada desde la Iglesia, la cultura asoció el universalismo romano con el concepto trascendente de la vida. En este proceso, se comenzó a distinguir entre el saber orientado hacia el conocimiento y el saber-hacer dirigido a la creación de formas bellas. Los clérigos eruditos defendían que, por su carácter metafísico, la estética debía de ser fijada en exclusiva por los filósofos, mientras que las obras de arte necesitaban la intervención de los artífices orientados por los teólogos. Establecer los fines prácticos y didácticos, religiosos y morales, que se debían aplicar en la elaboración de las obras de arte, era función de la teoría estética inspirada en los principios de la fe.
La estética medieval manifestó, junto a las directrices simbólicas, una irresistible predilección por la alegoría religiosa. El simbolismo se diferenciaba de la alegoría en que el símbolo tenía un significado esencialmente filosófico y, por lo tanto, atañía al mundo natural; mientras que la alegoría, al tener un alcance teológico, pertenecía al orden sobrenatural y, su interpretación, precisaba de la revelación divina. También se tenían en cuenta otros sentidos complementarios, pero el conocimiento alegórico, en su plenitud sobrenatural, alcanzaba la totalidad del mundo del espíritu.
La Iglesia que, en su sacramentalidad radical, es también una realidad visible, establece las normas que han de orientar teológicamente la actividad creativa de los artistas. Dado el sentido práctico de Occidente, resulta normal que los intelectuales medievales recurrieran a los grabados de los libros científicos de finales de la antigüedad, para poner sus ilustraciones al servicio de la fe. De las mismas fuentes científicas se toman los dibujos de líneas esquemáticas y geométricas, para representar el coro de los ángeles, la rosa de los vientos, los esquemas de las figuras o los símbolos de los evangelistas. En su función pastoral, la Iglesia convierte esta estructura pedagógica en vehículo de la doctrina evangélica.
Según E. Mâle, las imágenes monumentales comenzaron siendo verdaderas transposiciones de las miniaturas medievales. Después de las primeras creaciones miniaturistas, los Beatos ilustrados, aproximadamente veinte, están catalogados entre los más impresionantes ejemplares de la alta Edad Media. Hace tiempo que se viene postulando el papel primordial de los Beatos como promotores de la iconografía monumental. Su importancia convirtió el monasterio de Liébana en un centro cultural y teológico. Fue enorme la influencia religiosa de las ilustraciones mozárabes del Apocalipsis y de los comentarios de este texto por el Beato de Liébana.
El camino abierto por los miniaturistas mozárabes es seguido por otros muchos iconógrafos inspirados en ciclos de calendarios, cosmografía y astronomía. A través de estas formas, diferentes y originales (a veces muy complejas), se generan elementos narrativos o descriptivos que alcanzan profundas implicaciones de la teología reflexiva y contemplativa.
Después de aquella decoración intrincada e inconcreta de influencia merovingia, que marginaba a la figura humana, los «maestros de piedras vivas», como se denominan los escultores medievales, vuelven al protagonismo del hombre y de todos los demás seres vivos de la naturaleza. Sin embargo este realismo afectará más a la temática que a su forma artística: el arte posterior «fue, en efecto, mucho más humanista que el merovingio pero, aún así, mucho menos que el antiguo» (W. Tatarkiewics). Las razones de estas variaciones son obvias si tenemos en cuenta la finalidad moralista, religiosa y trascendente de sus representaciones.
En otros lugares como Irlanda, aparecen los relieves de las grandes cruces, de los siglos viii y ix, que nos proponen visiones originales de la iconografía hierática y de «los novísimos». Los temas están tratados según modelos que se habían inventado en alguna parte de la zona mediterránea (¿arte copto?) a finales de la Antigüedad. Concretamente podemos citar la cruz de Monasterboice, Muiredach (Irlanda, siglo ix) con escenas del Juicio Final. Esta religiosidad, marcada por la versión austera de S. Patricio, toma formas propias mediante el espíritu evangelizador de la vida monacal: «La fascinación de las cruces irlandesas y sus disciplinas de involución llegan al románico a través de las miniaturas y los esmaltes de la era carolingia» (J. Plazaola).
La escultura monumental se acopla a las disposiciones arquitectónicas; porque la nueva arquitectura sólida y austera no renuncia a la irradiación de la belleza natural y ornamental. Los constructores han sabido rentabilizar la austeridad de las superficies adornándolas con el empleo de frisos, arcadas y, sobre todo, con abundantes esculturas distribuidas con sentido didáctico. También los capiteles se aprovechan para adaptar, a las limitaciones de la forma, las virtudes y el testimonio de los santos.
En la decoración de las fachadas de los monasterios y de los demás templos, se recurre a la repetición de modelos antiguos para hacerlos más familiares a sus destinatarios. Inicialmente se clarifica el significado iconográfico por medio de letreros explicativos. Pero, al paso del tiempo, familiarizados con el sentido espiritual de los símbolos, se suprimen los iconogramas y las mismas figuras, su deformación intencionada, su emplazamiento y sus símbolos personales, definen la exégesis de las imágenes y de los objetos que las acompañan.
Una de las opciones más fructíferas de la iconografía medieval fue aproximar entre sí imágenes del Antiguo y del Nuevo Testamento. La doctrina de la relación entre ambos Testamentos está avalada por la tipología bíblica y por la dialéctica de promesa y cumplimiento. Entre los Padres de la Iglesia, la fórmula de S. Agustín «in Novo Testamento patet, quod in Vetere Testamento latet», establece esa unidad indisoluble, según la cual en el Nuevo Testamento se clarifica lo que en el Viejo Testamento se insinúa como algo latente.
La Iglesia que, en su sacramentalidad radical es también una realidad visible, pone su normativa teológica al servicio de estas escenas bíblicas. Los iconógrafos presentan agrupaciones, o incluso ciclos completos de figuraciones, que expresen la concordancia de ambos Testamentos para establecer el correspondiente paralelismo. Se empieza seleccionando un pequeño grupo de correspondencias; después se aumenta el número, hasta llegar a extender las yuxtaposiciones a todo el conjunto relacionándolo con la historia de la salvación.
Junto a los pasajes de la Sagrada Escritura se colocan las alegorías y símbolos de las virtudes que complementan las enseñanzas bíblicas. A esto se refiere Durango cuando dice que se representan «flores y árboles con frutos para justificar el fruto de las buenas acciones que se desprenden de las virtudes». La aplicación de estos mecanismos convierte a la forma artística en un importante medio de evangelización para llegar al corazón de los fieles.
Es verdad que las esculturas tomadas aisladamente repiten los modelos tradicionales; sin embargo existen valores nuevos en la agrupación y colocación de las imágenes en determinados lugares y disposiciones dentro de un mismo grupo. Los tímpanos de Moisac, Autum o Ripoll revitalizan los temas antiguos con profundos pensamientos teológicos. La eficacia de estos resortes se proyecta desde los centros culturales de la época. Esto explica que las mejores escuelas de escultura medieval nacieran a la sombra de los principales centros teológicos o intelectuales. No es casualidad que la famosa escuela de escultura de Vézelay, por ejemplo, se encuentre cerca de Chartres, el mayor centro científico de su época.
La escultura española tratará de librarse del esquematismo de las miniaturas para buscar un estilo de tendencia más naturalista. La corporeidad sobreelevada de los capiteles historiados de S. Isidoro de León anuncia ese esfuerzo por salir del convencionalismo prerrománico. El paso decisivo hacia el estilo plenamente románico se puede apreciar en la escultura de las catedrales de Jaca y Frómista. La función religiosa de estas imágenes, igual que en las Platerías de Compostela o en la puerta del Cordero de León, no era otra que mostrar, a una sociedad deficiente de cultura, los principios de la fe y la práctica de las virtudes.
La decoración pictórica también formará parte de la ornamentación iconográfica de los templos medievales. Los documentos escritos son escasos, pero de los mismos elementos podemos deducir cómo se pintaba y qué pinturas eran apreciadas o valoradas por las personas de cierta cultura. En general se pintaba al fresco con una técnica pobre y abreviada sin plantearse los problemas del espacio, el volumen, la perspectiva, la luz o la modelación. Las figuras se marcaban con trazos ocres y negros, después se rellenaban de color los campos entre las líneas. Ejemplos representativos tenemos en la pintura mural de S. Isidoro de León, de Sta. Cruz de Maderuelo (Segovia) y de S. Baudelio de Berlanga (Soria), estas últimas transferidas al Museo del Prado y atribuidas a un autor cercano al maestro de Sta. María de Taüll: un estilo plano, lineal, esquemático y simbólico.
Se crea así un lenguaje convencional, abstracto, universal y unificado, que los historiadores del arte, siguiendo un estudio comparativo, analizan dentro de tres tendencias: la tradicional de formación hispánica, la de influencia francesa y las aportaciones de tradición bizantina, cada una con sus propias características.
El hombre de hoy, desconectado del simbolismo medieval, encuentra serias dificultades para su comprensión. Pero tampoco esto ha de ser motivo de alarma. La vida cristiana exige una continua revisión y puesta al día de la fe para que «el depósito de la revelación» no se quede anquilosado y desvinculado de las respuestas que, en cada momento histórico, la Iglesia tiene que dar a los problemas reales: «La fe no debe quedarse en teoría: debe convertirse en vida» (Benedicto XVI).
Jesús Casás Otero, sacerdote