Hace pocos días recibí una carta de una joven madre a la que conocí como una niña en la catequesis siendo yo un joven sacerdote en la parroquia a la que servía y asistía. Fueron momentos de viva experiencia evangelizadora pues el barrio, donde estaba enclavada la parroquia, sufría las consecuencias de la secularización y materialismo que tanto daño hacía y ha seguido haciendo. Me dediqué a los jóvenes y a los niños y de ahí que me haya causado una gran alegría una carta que, en este año sacerdotal, tiene un profundo sentido de cara a nosotros, los sacerdotes.
Así me dice: “No sé si te acuerdas de mí, pues por aquel entonces yo era una niña jovencilla y guasona. Ahora soy una mujer felizmente casada ya desde hace veinte años y con una hija estupenda de diecisiete años, a la que creo hemos sabido educar en nuestras creencias de fe y enseñado a vivir, guiándonos siempre de la mano de Jesús, a pesar de los momentos difíciles en los que se mueve la juventud actual. Supongo que hoy día no es fácil ser sacerdote por los ataques constantes que sufre la Iglesia por parte de la sociedad y de las ideologías imperantes. Pero os necesitamos. Créeme, con vuestra humanidad, tenéis algo de sagrado. Por eso las personas están siempre pendientes de vosotros los sacerdotes. Vuestras palabras nunca caen en el olvido. Tenéis un buen corazón: nos traéis a Jesús todos los días y esto es algo que jamás podremos agradeceros lo suficiente; nos escucháis cuando tenemos problemas, nos aconsejáis, nos tendéis una mano amiga ayudándonos a ser como Jesús quiso que fuéramos. ¡Gracias amigo, por ser sacerdote!”.
Recibir tantas muestras de afecto y sobre todo, manifestando de esta forma tan sencilla la labor del sacerdote, me conmueve. Si bien es cierto lo que más me hace pensar es si la labor que realizamos los sacerdotes la hacemos con la entrega que nos pide el pueblo de Dios al que nos debemos y al que servimos. Creo que en el corazón de todos los sacerdotes hay una buena disposición y que el estímulo de la fe nos lleva a tener muy presente que el ministerio que hemos recibido está participando de la vida del Maestro que nos ha llamado y sellado con su amor.
En este año sacerdotal, que el Papa Benedicto XVI nos ha convocado para una mayor profundización en nuestro ministerio, ha de ser un fuerte revulsivo para fomentar con mayor alegría la misión tan delicada que tenemos y así fortalecer la espiritualidad y la disposición para encontrarnos con la gente que viene a escucharnos o a participar de la vida sacramental. No somos unos funcionarios embadurnados de un tinte religioso sino una profecía y presencia histórica, por deseo de Jesucristo, de su amor y de su misericordia. Vivimos de Cristo, actuamos en nombre de Cristo y obramos en nombre de Cristo. Esta es nuestra vida y así nos debemos dar a los demás: con amor gratuito y con amor oblativo. Lo que suceda después sólo Dios lo medirá. En lo íntimo de la gente hay una ansia de plenitud y de felicidad que solamente lo puede llenar el amor de Dios. Por esto bien merece la pena entregarse y ofrecerse en el ministerio puesto que cada sacerdote, por gracia de Dios y no por mérito propio, lleva consigo el secreto de la felicidad que tiene su origen en el Amor infinito que es Dios. Desde aquí animo a todos los sacerdotes para que sepan que cualquier trabajo que realicen, por mínimo que sea, tiene una repercusión enorme y que sus gestos y palabras son como una semilla de eternidad. Y todo esto es debido porque Jesucristo, siendo la Fuente Viva, es donde la gente quiere beber y saciar su sed.
+ Francisco Pérez González, Arzobispo de Pamplona-Tudela