Mi mano abierta aguarda tocarte y Dios escuchará la vieja carne que suplica. La soledad, será soledad fecunda. Mi nombre, Simeón, que significa “Dios ha visto”, es un memorial constante en la retina de mi esperanza.
¡Llevo tanto esperando! Dios prometió que mis ojos le verían… Hoy es mi turno en el templo.
«Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que esperaba la liberación de Israel y se guiaba por el Espíritu Santo. Le había comunicado el Espíritu Santo que no moriría sin antes haber visto al Mesías del Señor. Movido, por el mismo Espíritu, se dirigió al templo» (Lc 2, 25-27).
Cuando el Señor se compromete lo hace por toda la eternidad. No cambia de opinión… Aquella palabra que quemó tu pecho y que tú quizás olvidaste, sigue ardiendo en su Corazón.
Simeón, anciano, acompañado de recuerdos y nostalgias acoge a la Sagrada Familia. La serena confianza, sostiene ahora en sus brazos a la Gloria de Israel.
Y con Dios en mis brazos todo es nuevo: volví a oler a tierra mojada, y a algas de mar; a flores… el olor a mi madre que todavía guardo en mi mente.
«Bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos; luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 28-32).
Al levantarlo percibí cómo sería alzado por los sacerdotes en la Santa Misa… Cuánto gozaba cuando era tratado con amor. Vi su soledad en el sagrario, la cruz, la resurrección y el sufrimiento de una Mujer.
El anciano, memoria de la precariedad, improductivo en el presente, viajero próximo de un futuro incierto… el que nunca brilló, se funde con la Luz.
Confía, como Simeón, en las palabras de Dios. Vive de la fe. Él cumplirá sus promesas y te dará mucho más de lo que esperas.
Lo que Tú quieras, como Tú quieras y cuando Tú quieras. Nunca es tarde para ser eternamente joven, nunca es tarde para enamorarse de Ti.
Ignacio María Doñoro, sacerdote