La barahúnda formada alrededor del nombramiento de Mons. Munilla como obispo de San Sebastián se explica por razones de muy varia índole. La explicación más corriente e inmediata es la versión política, pues ya se sabe que la política es lo verdaderamente importante para nuestro mundo. En sentido negativo, es ciertamente la política lo más importante, pues el Estado moderno se ha convertido en el mayor enemigo del hombre. También, en sentido positivo, porque el anhelo del hombre actual que desea lo máximo se cumple propia y definitivamente en el logro del poder político, directo o indirecto. No sólo para el nacionalismo la política es lo primero; también para los internacionalistas. Ambos modos de ver la vida, en la medida en que derivan por igual del secularismo, hacen de la política religión. No hay objeto de culto más elevado que la Humanidad o, mejor, que uno mismo en la cumbre de la Humanidad, aunque ello se justifique por el bien mismo de ella. Como para Comte, o para Marx.
Aunque pueda parecer increíble por inverosímil, hay asuntos más básicos y profundos implicados en este episodio. Fuera quizás demasiado esquemático hablar a este respecto de buenos y malos. En esto casi siempre en la práctica las fronteras son variables y porosas. No obstante, no deja de ser cierto que la reacción contraria al nuevo obispo es injusta, rotundamente injusta. Y ello no sólo porque apela a razones jurídicas inadmisibles sobre el derecho de los fieles a la elección de su pastor, sino sobre todo, y principalmente, porque quienes se enfrentan con Mons. Munilla lo hacen desde posiciones anticristianas.
En lenguaje que se ha hecho frecuente, pero que es engañoso, puede decirse que hay implicado en este asunto un enfrentamiento entre progresismo y conservadurismo. Co-mo en tantas ocasiones, pero es preciso añadir enseguida algunas observaciones al respecto. Habrá que insistir en que esta división no es primeramente política, sino doctrinal y pastoral. El progresismo es ese humo de Satanás que se introdujo por las rendijas de la Iglesia a mediados del siglo XX. Es en la Iglesia la quinta columna del secularismo. El nombre de conservadurismo es feo, pero ha quedado, como mero contradistinto del progresismo, como apelativo del intento de permanecer en la fidelidad al cristianismo y al Magisterio perenne de la Iglesia. Extraviados entre politizaciones pueriles, puede perderse de vista que el problema, el verdadero problema, el único problema importante, es el del secularismo.
Nuestro mundo se nos muere lejos de Dios. Vivir en este recién comenzado siglo XXI es todo un drama. Se nos echan encima no sólo los horrores de los siglos pasados, sino también y sobre todo nuestra desesperanza, nuestra desazón, nuestro vacío, nuestra triste resignación a vivir chapoteando en la nada. ¿Qué más da? Tan mortecina es nuestra vida, tan falta de aliento y energía, tan débil y desgraciada, que si no llega un enérgico empujón, un imperativo «¡Levántate, y anda!», posiblemente no habrá mañana.
Hay la necesidad de un rotundo borrón y cuenta nueva, al mismo tiempo que las fauces del secularismo continúan triturando la fe. Todos los virus, todos los males, dentro y fuera de la Iglesia, desde la envidia hasta el resentimiento, pasando por la lujuria facilona, la fatuidad grosera y el egoísmo vulgar. Occidente se muere en medio de su opulencia y de su suficiencia altiva. El orgullo de la Gran Babilonia, como una vieja dama enjoyada y sensual que agoniza con relamida elegancia.
Todo, por huir de la Cruz. La gran cuestión es, como lo era ayer y como lo será siempre, la del enfrentamiento entre las dos Ciudades. No es posible la paz, no es posible el com-promiso. El enemigo ha desplegado una nueva treta: ha puesto la añagaza del diálogo y la negociación, y el Mundo ha caído en la trampa. Buena parte del ejército de la Ciudad de Dios se ha pasado, con armas y bagajes, al enemigo. En vez de defenderse con uñas y dientes, como una virgen defiende su honor, ha consentido en posiciones esenciales. El resultado está a la vista: una amplia y creciente apostasía.
Ladra el progresismo ante la posibilidad de que el nuevo obispo de San Sebastián tenga lucidez y fuerza para poner a la vista los males y combatirlos con la suave energía del Evangelio. Por ejemplo, que se le ocurra decir que hay que rezar, portarse bien, confesarse, ir a Misa, no robar, no hacerse ligaduras de trompas, y cosas así.
J.J. Escandell, Cátedra Santo Tomás
Publicado en Análisis Digital