El diccionario define nostalgia como pena de verse ausente de la patria o de los parientes o amigos, o también como tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida. El poeta inglés John Milton escribió “El paraíso perdido” en 1667, acerca del estado primitivo del hombre según el libro del Génesis –la amistad con Dios. Lo interpreta con perspectiva exclusivamente moralizadora, y por ello no propiamente cristiana. Modernamente, los expertos describen las religiones como un intento de retroceder en busca de ese paraíso perdido (quien ya no puede sentir ni siquiera nostalgia de un bien perdido, es que está anestesiado… o muerto).
De esa “nostalgia” de Dios, que existe en todo hombre, ha hablado Benedicto XVI en el balance de fin de año que suele realizar, y que tanto ayuda a comprender sus ideales e intenciones. Esta vez ese balance se ha situado en torno a sus principales viajes en 2009: su estancia en Camerún y Angola, que precedió al Sínodo de África; la peregrinación a Jordania y Tierra Santa; y el viaje a la república Checa.
El Sínodo de África, presidido por Benedicto XVI, que había viajado a Camerún y Angola, le ha llevado a reflexionar sobre la Iglesia como familia de Dios, la importancia de la reconciliación y la unidad entre la evangelización y la promoción humana.
“Todos juntos somos la familia de Dios, hermanos y hermanas en virtud de un único Padre: ésta fue la experiencia vivida [en África]. Y se experimentaba que la atención amorosa de Dios en Cristo para nosotros no es algo del pasado o teorías eruditas, sino una realidad muy concreta, aquí y ahora… En Cristo todos nos pertenecemos unos a otros”. Esto lo percibió el Papa sobre todo en las celebraciones litúrgicas, llenas de alegría y a la vez de piedad serena.
Seis meses después se celebró en Roma el Sínodo sobre “La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, de la justicia y de la paz”. Un tema teológico pero que, advierte el Papa, podía ser malinterpretado, haciendo de los pastores de la Iglesia unos líderes políticos. ¿Cómo –surgía entonces la pregunta, ante tantos conflictos y necesidades de África– podemos ser realistas y prácticos, sin arrogarnos una competencia política que no nos corresponde? La propuesta del Sínodo la compendia Benedicto XVI con la palabra “reconciliación”, condición necesaria de la justicia y de la paz. Lo propio de los pastores de la Iglesia es proponer la reconciliación verdadera, sin la cual no existe la paz, como se comprobó en Europa después de 1945, que ha visto a los ciudadanos alemanes trabajar y colaborar con los franceses e ingleses en tantos ámbitos.
¿Y en qué consiste la reconciliación? En recuperar la concordia y la amistad con Dios, con uno mismo, con los demás y con la creación. De esto forma parte, primero, “la capacidad de reconocer la culpa y de pedir perdón: a Dios y al otro” (sacudirse de encima el espejismo de ser inocentes); segundo, “la disponibilidad a la penitencia, la disponibilidad para sufrir hasta el fondo por una culpa y para dejarse transformar”; y tercero, la gratuidad, es decir, “la disponibilidad a ir más allá de lo necesario, a no pedir cuentas, sino a ir más allá de lo que exigen las simples condiciones jurídicas”. Gratuidad es la “disponibilidad para dar el primer paso. Salir en primer lugar al encuentro del otro, ofrecerle la reconciliación, asumir el sufrimiento que implica la renuncia a tener razón”. Todo esto lo hizo primero Jesús en la cruz.
Por aquí enlazó el Papa con la necesidad de redescubrir el Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación (la Confesión), con una afirmación clave: “El hecho de que éste [sacramento] haya desaparecido en gran medida de los hábitos existenciales de los cristianos es un síntoma de una pérdida de la verdad sobre nosotros mismos y sobre Dios, una pérdida que pone en peligro a nuestra humanidad y disminuye nuestra capacidad para la paz”.
Su segundo viaje en mayo a Jordania y Tierra Santa, en contacto con los lugares donde Jesús vivió, murió y resucitó, le permitió –afirma– “tocar la historia de Dios con nosotros”. Con la convicción del que recoge el testimonio de los apóstoles, sostiene Benedicto XVI: “La fe no es un mito. Es historia real, cuyas huellas podemos tocar con la mano. Este realismo de la fe nos ayuda particularmente en las vicisitudes del presente. Dios se ha manifestado verdaderamente. En Jesucristo se ha hecho verdaderamente carne”.
Por último, el viaje a la República Checa, en septiembre, supuso para el Papa una ocasión para profundizar sobre la fe y la actitud de los cristianos también ante los no creyentes, agnósticos o ateos, que debemos llevar en el corazón. “Cuando hablamos de una nueva evangelización, quizá estas personas se asustan. No quieren verse convertidas en objeto de misión, ni renunciar a su libertad de pensamiento y de voluntad. Pero la cuestión sobre Dios sigue interpelándoles, aunque no puedan creer en el carácter concreto de su atención por nuestra parte”. En todo caso –señala Benedicto XVI y es aquí donde aparece la “nostalgia” de nuestro título– “como primer paso de la evangelización, tenemos que tratar de mantener viva esta búsqueda; tenemos que preocuparnos de que el hombre no arrincone la cuestión de Dios, cuestión esencial de su existencia. Tenemos que preocuparnos de que acepte la cuestión y la nostalgia que en ella se esconde”. Por tanto no sólo hay que atender al diálogo con las religiones –añade– sino también con aquellos que podrían interesarse por Dios, al menos como “el Desconocido”.
En suma, la reconciliación es condición para poder vivir en el realismo de la fe e invitar a otros a descubrir el porqué de su vida, liberándoles del miedo, del desinterés o de la aparente comodidad de no plantearse lo que es más importante para todos. La fe no es un mito que acabaría con la nostalgia de Dios. Al contrario, es la aceptación, hecha vida gozosa, de que ese “Dios desconocido” para muchos ha intervenido en la historia y, entregándose por amor, ha reconciliado todas las cosas, llenándolas de sentido y alegría.
Ramiro Pellitero, sacerdote