A partir del concilio II de Nicea, podemos advertir dos tendencias: la vía de la Iglesia oriental que sostiene la creencia de que en las imágenes reside una gracia o virtud sobrenatural, y la vía occidental que, siguiendo la doctrina del papa S. Gregorio, acentúa su significado didáctico. Se establece así una dualidad teológica entre la imagen de devoción y la imagen sagrada. Esta última armoniza el espíritu y la materia, «y encuentra en el icono su expresión artística perfecta e inspirada» (Dimitrios I).
Al hablar de iconos hemos de advertir que, desde comienzos de este siglo, se ha banalizado su significado aplicándolo a los símbolos de los ordenadores. Al propagarse el uso del ordenador, y al ponerse de moda el vocablo en los medios de comunicación, se ha devaluado hasta aplicarlo a elementos típicos o folclóricos de las regiones: doy fe de haber escuchado por una cadena de radio que «la paella valenciana es un icono de la región levantina» (¿).
El Diccionario de la Real Academia Española se refiere a la palabra icono en su sentido tradicional de «representación devota de pincel, o de relieve, usada en las iglesias orientales»; y señala también su origen etimológico: el término «icono» proviene del griego «eikon», imagen. De este modo, el icono remite a una determinada expresión artística de la Iglesia oriental que, por medio de imágenes visibles, «nos da acceso a la realidad del mundo espiritual y escatológico» (Juan Pablo II).
La teología paulina formula lo que va a ser el fundamento cristológico del icono: «Cristo es la imagen (eikon) del Dios invisible» (Col 1,15). Semejante afirmación, que sólo es concebible desde el reconocimiento del misterio trinitario, significa que, por la encarnación, la humanidad visible de Cristo es el icono de la divinidad invisible; lo que en la tradición oriental, tomada del Pseudo-Dionisio, se denomina «lo visible de lo invisible», es decir, la percepción, en lo sensible, del sentido sobrenatural.
Los primeros iconos, cuyo origen se remonta hacia el siglo II en el alto Egipto, poseen evidentes similitudes con los retratos de otras religiones. Efectivamente, los adoradores de los dioses locales pintaban sus iconos representando el retrato de la divinidad rodeada, a veces, con episodios de su vida o de otros dioses inferiores. Estos retratos se hacían por la costumbre funeraria (de tradición pagana) de colocarlos en las tumbas a la altura del rostro del difunto.
Siguiendo los mismos usos, en los ambientes cristianos, también se continuó la costumbre de colocar los retratos sobre las tumbas de los difuntos venerables por su ejemplaridad de vida. Eran obras de pintores anónimos, ejecutadas a la encáustica (colorido en cera fundida) sobre madera. Estas imágenes no se exponían para rendirles culto, sino para que los demás fieles pudieran admirar la figura de un personaje que, en vida, se había santificado. Posteriormente, los retratos o iconos entraron en el mismo clima de culto que envolvía la veneración de los mártires y de sus reliquias. Se pensaba que «los santos estaban llenos del espíritu de Dios, y aun después de la muerte, esta fuerza divina no sólo quedaba unida a su alma, sino que se comunicaba también a su cadáver, a su nombre y a su santa imagen» (S. Dámaso).
Los iconos cristianos que en el siglo IV aparecieron rodeados de cierto culto incipiente, pertenecieron a determinados personajes venerados en vida. Conocemos el caso de Melecio de Antioquía, hacia el año 360 (según testimonio posterior de S. Juan Crisóstomo) y el de santos estilitas como S. Simón (citado por Teodoreto). Desde las primeras pinturas de escenas bíblicas del siglo III, hasta el siglo VIII, el culto a las imágenes había adquirido en Oriente un desarrollo inusitado.
La peculiaridad expresiva del icono es consecuencia de la situación geográfica de Bizancio a caballo entre Oriente y Occidente. En esta encrucijada, el icono mezcla la seriedad romana con la fastuosidad oriental. La ejecución técnica queda marcada por la estética de la sacralidad: configuración esquemática, ojos expresivos, dorado de las aureolas, rigidez en los gestos y depuración de los objetos. A este respecto decía S. Gregorio el Teólogo: «Hemos conservado de la cultura profana aquello que es búsqueda y contemplación de lo verdadero». Los cuerpos no son el verdadero objetivo iconográfico, sino sus almas. En cuanto que participa del ser y del arquetipo divino, la imagen es lo que los Padres griegos llaman misterio, donde el significado de la imagen no se expone directamente, sino que se ofrece en su simbolismo espiritual.
Atendiendo a la gestación figurativa, los iconos de Cristo en majestad y el de la Madre de Dios se inspiran en los retratos oficiales de los emperadores y dignatarios. Sin embargo, bajo la influencia de los modelos de las regiones sirio-palestinenses, a Cristo se le representa vestido con túnica, manto de la época, barba y larga cabellera; y a la Virgen se le envuelve con el velo-manto tradicional entre las mujeres sirias. Los iconos que representan a los santos obispos se toman de los retratos de titulares de sedes episcopales. Y los de los monjes santos se remontan a retratos de fundadores y de ascetas realizados por los mismos monjes de las abadías.
La mayoría de los talleres pertenecían a esos monasterios donde la dedicación permanente a la iconografía se consideraba algo así como un «ora et labora» en líneas y en color. Los iconógrafos, entre ayunos y plegarias, preparaban con esmero las planchas de abedul, pino o tilo (raras veces ciprés), que luego recubrían de colores a la cera o al temple. En la preparación de los colores, juntamente con las oraciones, se solían mezclar reliquias de santos y un poco de agua bendita, con lo que se acentuaba más el carácter sagrado de la imagen representada. Normalmente, el autor humano, místicamente identificado con su obra, quedaba absorbido en el anonimato. El verdadero autor, el que inspiraba la obra, era el autor divino.
Durante siglos de experiencia, se fueron acumulando las reglas para confeccionar los iconos y establecer el significado de los colores. Según Sendler, «se pueden tomar como fuentes de inspiración para el color, el mundo bíblico, la cultura helenística y el pensamiento cristiano». Los primeros pintores de iconos se servían de cuatro o cinco colores únicamente: ocre, blanco, verde, rojo y azul; y con ellos conseguían las demás variantes de tonalidad cromática. La función del colorido y de la rica decoración de los fondos no es otra que elevar la mente del hombre a un plano de unión con la divinidad.
El blanco incorpora la mezcla de todos los colores; precede a la luz y anuncia la vida. Su condición integradora, simboliza la recapitulación cósmica por la fuerza del resucitado. El ocre, en sus diversos matices, significa la inmanencia y la finitud y, en su tonalidad pura, sirve para pintar la tierra. Los azules se combinan con las vestiduras de Cristo, con las de la Virgen y con las de los arcángeles. El verde es el símbolo de la vida, de la naturaleza y de la regeneración espiritual; es el color de los profetas y de los heraldos del evangelio. El rojo con sus diversos matices expresa el fuego del amor divino, la fuerza del Espíritu y la vitalidad interior de los mártires. El púrpura es signo de dignidad real y de consagración sacerdotal a la vez; por ello se usa para el Pantocrátor y para la representación del Salvador en majestad. El negro, ausencia de color, simboliza la renuncia y, en este sentido, suele emplearse en los hábitos de los monjes. Pero también representa el caos, la condenación y la destrucción porque, cuando se pierde la referencia cromática, se oscurece la riqueza del icono.
El oro es el color de los colores, a él se subordinan los demás colores como las criaturas a su Creador. Los dorados simbolizan la gloria y la luz, porque el atributo de la gloria es la luz. Por eso, el oro propiamente no es un color, sino que es la misma luz, el espacio divino y el símbolo de la soberanía celeste que crea las formas de los seres y, haciéndolos visibles los unos a los otros, convierte a los seres en seres vivos. La luz increada, dice S. Clemente de Alejandría, es «la luz verdadera del Logos iluminando las cosas aun escondidas y por las cuales toda criatura ha accedido a la existencia». La luz es el símbolo de la vida en Cristo: «Los nimbos que rodean las cabezas de los santos sobre los iconos no son signos distintivos de su santidad, sino el resplandor de la luminosidad de sus cuerpos» (P. Evdokimov).
La comunidad que acoge el icono como expresión de su fe, reconoce en él esa virtud eficaz de la presencia y del poder que consuela, fortalece y protege contra los enemigos. También los emperadores comienzan a adoptar los iconos como escudos de protección sobrenatural para las ciudades, los palacios y los ejércitos. Con su formulismo protocolario, la corte imperial contribuye a dar mayor espectacularidad a las ceremonias litúrgicas que se celebran en los monasterios.
Los temas que se fijan, después del Triunfo de la Ortodoxia en Oriente, representan los ejemplares del icono del Salvador, de la Madre de Dios, de los santos y de las doce fiestas del año («dodekaorton») con sus variantes. Existen otros iconos importantes como la «Deesis» compuesta por el Pantocrator en el centro acompañado de la Virgen y S. Juan Bautista a los lados. Cuando este esquema se complica con otros santos, se le denomina «gran Deesis». Otra composición frecuente es la «hetimaxia», el trono solo con la cruz, cuyo simbolismo está inspirado en el trono vacío que se exponía en las ciudades en ausencia del emperador.
Para la conmemoración de las fiestas, cada misterio tiene su propia iconografía. Las celebraciones se distribuyen a lo largo del año litúrgico. Tres fiestas referidas a la infancia de Cristo: anunciación, natividad y presentación. Tres fiestas de la vida pública de Cristo: bautismo, transfiguración y resurrección de Lázaro. Tres fiestas de la Pasión: entrada en Jerusalén, crucifixión y «anástasis». Y tres fiestas de la vida gloriosa: ascensión, pentecostés y tránsito de la Virgen. Existen además otras fiestas que tienen sus propios iconos: Santísima Trinidad, crucifixión, natividad de Juan Bautista, santos Pedro y Pablo, Cena eucarística, etc.. A la Virgen se le representa como «Theotokos» (Madre de Dios), «Kiriotisa» (Señora), «Hodigitria» (que muestra el camino), «Eleousa» (de la piedad o de la ternura) y «Blakernitisa» (en oración) con su variante «Platitera» (con un medallón del Niño). Además de los santos, los iconos representan el ministerio de los ángeles como reza Cabasilas: «Que [el Señor] envíe sus ángeles para que entren con él en el santuario y participen con él de la santa liturgia».
Durante la época de Justiniano, se levanta en el templo un elemento de separación que oculta al santuario. Los iconos se colocan en ese elemento nuevo que toma el nombre de «iconostasio». De ser un muro de separación, el iconostasio se convierte en un símbolo de la Jerusalén celeste. Presididos por la resplandeciente efigie del Divino Salvador, aparecen la santa Madre de Dios, los coros de los ángeles, los profetas, los apóstoles y los mártires, representando el orden de una comunidad unida por la fuerza del resucitado. Esta disposición iconográfica «juega un doble papel: por una parte, separa a los creyentes del altar llamado el trono de Cristo y, por otra parte, los une, a modo de puente, al mundo celestial» (M. Quenot).
De este modo, la visión teológica del icono convierte la existencia cristiana en una gran Vigilia Pascual: la vida, la belleza y la luz se anticipan a la armonía final del octavo día donde, para los santos de Dios «no habrá ya noche, ni habrá necesidad de luz de antorcha, ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos» (Apoc 22,5).
Jesús Casás Otero, sacerdote