Si hay un libro de San Agustín que ha pasado a la posteridad como una de las mayores obras literarias y filosóficas de la Historia, ese es su libro Las Confesiones. A pesar de no estar dedicado exclusivamente a una cuestión filosófica específica, muchos de los pensamientos más conocidos y valorados del santo de Tagaste se encuentran en esa maravillosa autobiografía, la cual se ha convertido en una obra insoslayable para todo hombre realmente interesado en la filosofía o en la literatura. San Agustín escribió algunas obras específicamente filosóficas durante los años que precedieron y siguieron a su conversión, como Contra Académicos, El libre albedrio, El Maestro, La inmortalidad del alma, El Orden, etc., pero precisamente por ser obras especializadas o centradas en cuestiones filosóficas concretas, no fueron tan leídas por el público general ni alcanzaron una divulgación tan universal. Las Confesiones, en cambio, alcanzaron un éxito inmediato y fue ya durante la vida del santo su obra más popular. Esto puede deberse, en gran medida, a que las propias características de la obra la hacen interesante para un público más variado, ya que atrae a un mismo tiempo al hombre interesado en simples cuestiones históricas (por los datos que el santo aporta de la vida de su tiempo y las referencias a otros personajes de la época), al hombre interesado en la literatura (por el estilo poético con el que está escrito), al hombre interesado en la teología (por la propia autoridad que San Agustín tiene en ese campo), y por el hombre interesado en la filosofía. Esta última se ha beneficiado de la aleación, en cuanto ha podido pasar su mercancía de estraperlo y llegar a lugares donde no habría sido bienvenida si se la hubiera reconocido. En otras palabras, se trata de la obra filosófica más conocida de San Agustín, y una de las más conocidas de la historia en general, precisamente porque no es sólo una obra filosófica.
Es cierto que toda la obra está salpicada de comentarios profundamente filosóficos en los que San Agustín se conforma con dejar un trazo sublime sin desarrollar, pero también hay partes donde se detiene como un remanso y nos deja abrevar tranquilamente en su genio. Esas partes no han escapado, por supuesto, a la atención y el análisis de filósofos y críticos posteriores, quienes en su gran mayoría han manifestado su gran admiración por la profundidad y la originalidad de pensamiento del Doctor de la Gracia. El libro que dedica al tiempo en Las Confesiones se encuentra entre esas partes elogiadas y que han provocado gran variedad de comentarios, interpretaciones y estudios desde el momento de su publicación. Basta con citar, a modo de ejemplo, las palabras del filósofo ateo Bertrand Russell, nada sospechoso de parcialidad católica: «Yo mismo no estoy conforme con esta teoría, por cuanto hace del tiempo algo mental. Pero es claramente una teoría muy hábil, digna de ser considerada en serio. Yo iría más lejos y diría que es un gran avance respecto a cuanto se halla en la filosofía griega. Contiene una exposición mejor y más clara que la de Kant de la teoría subjetiva del tiempo».[1]
San Agustín reflexiona en ese libro undécimo de sus Confesiones sobre el tiempo, intentando descubrir su verdadera naturaleza y exponiendo las contradicciones que implica la comprensión popular del tiempo como dividido en pasado, presente y futuro.
Muchos otros filósofos de la antigüedad se habían encargado de reflexionar sobre la cuestión del tiempo, tratando de definirlo y explicarlo. Platón escribe que el tiempo es «una imagen de la eternidad que avanza según el número»,[2] mientras que Aristóteles afirma que el tiempo es «el número del movimiento según un antes y un después»[3]. Plotino, por su parte, había tratado la cuestión en el libro III de las Enéadas, sobre todo en el apartado VII titulado Sobre la eternidad y el tiempo, que podemos imaginar que San Agustín leyó posiblemente en alguna traducción de Mario Victorino. San Agustín debió conocer además los argumentos de los pirrónicos, que mantenían que no podemos conocer nada sobre el tiempo, aportando para ello algunos argumentos que Sexto Empírico recoge o resume en el libro III de sus Hipotiposis Pirrónicas, argumentos en los que se trataba de poner de manifiesto las contradicciones acerca de nuestra noción del tiempo. San Agustín parafrasea algunos de esos argumentos al comienzo de su reflexión, de modo que sirvan como prolegómenos a su propia solución. Esta primera parte, salpicada de preguntas retóricas, tiene la misma función que desempeñan las objeciones iniciales en el método escolástico, y que se hicieron paradigmáticas en la Suma Teológica de santo Tomás de Aquino, de modo que los capítulos del libro undécimo de las Confesiones que van del XIV al XXVI podrían estar todas precedidas de este encabezamiento: «objeciones por las que parece que no podemos saber qué es el tiempo», o también: «objeciones por las que parece que el tiempo no existe». A pesar de que San Agustín no utilice ese método esquemático, el cometido de esos capítulos es el mismo, pues le sirven para ir avanzando poco a poco hacia una solución que eclosione rompiendo la cáscara de las mismas objeciones, para que podamos asistir por así decirlo al nacimiento de la verdad, o para ser más precisos, a su descubrimiento.
Empieza pues San Agustín preguntándose cómo puede existir el tiempo cuando, analizadas sus partes, todas ellas consisten en no ser. «Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya no es él y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si, pues, el presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo decimos que existe éste, cuya causa o razón de ser está en dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser?»[4] Aquí tenemos una primera paradoja: el tiempo es una cosa que consiste en no ser. Porque no son sólo el futuro y el pasado las partes del tiempo que no existen, el primero por no ser todavía, y el segundo por no ser ya, sino que el mismo presente que vertebra ambos tiempos tampoco es, en cuanto no podemos atribuirle un espacio determinado. San Agustín lo expresa al ir descendiendo de más a menos en las medidas que pueden considerarse «presente», descartando uno por uno el año, el mes, el día, la hora y todo instante de menor duración, pues incluso la partícula más breve de tiempo podrá dividirse, y de esa partícula la parte transcurrida pertenecerá al pasado y la que todavía no está transcurriendo pertenecerá al futuro. El tiempo, pues, se compone de un presente en potencia (futuro), un presente en acto (el presente como tal), y un presente corrupto (el pasado), pero el mismo presente que sirve para definir a los otros dos tiempos, analizado en concreto, tampoco parece tener un espacio definido, y su límite se difumina con los otros dos tiempos, perdiéndose con ello las mismas definiciones de «pasado» y «futuro». ¿Cómo, pues, dividimos el tiempo en tres fases que sólo parecen ser reales mientras no se piensa en ellas?
El pasado ha sido real cuando fue presente, y ahora lo distinguimos con un nombre para diferenciarlo del presente corriente en el que estamos inmersos. «Así, mi puericia, que ya no existe, existe en el tiempo pretérito, que tampoco existe; pero cuando yo recuerdo o describo su imagen, en tiempo presente la intuyo, porque existe todavía en mi memoria»[5].
El pasado es pues una evocación de lo que ha sido presente, y que el hombre vuelve a pasar por su corazón (recordar) a través de la memoria, atendiendo a la huella que dejó impresa en el alma en su transcurso como presente. Pero en cuanto tal, el pasado no existe.
Tampoco el futuro existe en cuanto actual, pero existen ciertos signos actuales que lo adelantan en nuestra alma y que sirven para predecir lo que será presente mientras todavía no lo es. San Agustín ilustra esto con un ejemplo: «Contemplo la aurora, anuncio que ha de salir el sol. Lo que veo es presente; lo que predigo, futuro; no futuro el sol, que ya existe, sino su orto, que todavía no ha sido. Sin embargo, aun su mismo orto, si no lo imaginara en el alma como ahora cuando digo esto, no podría predecirlo. Pero ni aquella aurora, que veo en el cielo, es el orto del sol, aunque le preceda; ni tampoco aquella imaginación mía que retengo en el alma; las cuales dos cosas se ven presentes para que se pueda predecir aquel futuro. Luego no existen aún como futuras; y si no existen aún, no existen realmente; y si no existen realmente, no pueden ser vistas de ningún modo, sino solamente pueden ser predichas por medio de las presentes que existen ya y se ven»[6].Luego ciertamente el futuro no existe, y sólo llamamos así a nuestra anticipación de lo que será presente sirviéndonos de lo que es presente.
¿Pero ese presente mismo, cómo lo medimos? Mientras está transcurriendo no podemos hacerlo, pues sólo se mide lo que tiene principio y fin, y un presente en transcurso no tiene fin mientras no deje de ser presente. De la misma manera que cualquier palabra de este escrito no puede medirse sino porque principia con una letra y acaba con otra, y que una palabra interminable, mientras se estuviera escribiendo, no sería conmensurable, así cualquier cosa que transcurre en el presente es inconmensurable hasta que no se convierte en pretérita, es decir, hasta que no sea. Pero tampoco podemos medirlo cuando parece asequible hacerlo, porque si parece asequible es precisamente por haber dejado de ser, y no podemos medir lo que no es. Luego el presente «va de lo que aún no es, pasa por aquello que carece de espacio y va a lo que ya no es»[7].
Pero San Agustín, al contrario de los pirrónicos, no se queda estancado en estas aporías. Reconoce implícitamente que esas dificultades son las primeras que se presentan a la mente en el curso de una reflexión profunda acerca del tiempo, pero no afirma que sean insolubles. A pesar de todos los aparentes callejones sin salida que presenta la razón en un principio, San Agustín insiste en que existe el tiempo y que lo medimos. «Te confieso, Señor, que ignoro aún qué sea el tiempo; y te confieso asimismo, Señor, saber que digo estas cosas en el tiempo, y que hace mucho que estoy hablando del tiempo, y que este mismo «hace mucho» no sería lo que es si no fuera por la duración del tiempo»[8]. La noción innata que tiene del tiempo es más fuerte que los eventuales desmentidos que parece imponer la razón al comenzar a abordar su dificultad. En vez de envolverse en la camisa de fuerza de esas aporías, la rasga y pasa adelante. Niega a continuación que el tiempo sea el movimiento de los astros, aludiendo con ello a la afirmación de Platón[9], ya que no ve razón para atribuir el tiempo a los astros más que al movimiento de cualquier otro cuerpo. En cuanto a los cuerpos en general, niega igualmente que su movimiento constituya el tiempo, pues también podemos medir el tiempo que permanecen quietos. Ciertamente los movimientos de los cuerpos se miden por el tiempo, pero no son el tiempo mismo ni lo único que se mide con él.
Lo que medimos no son los tiempos pasado, presente y futuro, sino «la afección que en nosotros producen las cosas que pasan»[10], porque en nuestra alma permanece el tiempo que ha pasado y el tiempo que está pasando, y se anticipa el que pasará por los signos del presente. No los medimos en cuanto son en sí mismos, sino en cuanto son en nuestra alma, único lugar donde pueden tener principio y fin y a la vez permanecer. No existen pues tres tiempos, aunque puede hablarse así en un sentido abusivo, sino que porque el alma atiende a lo que está pasando, espera lo que ha de pasar y recuerda lo que ha pasado, damos tres nombres diferentes al tiempo que provoca esas diferentes afecciones en nuestra alma. Es cierto que el futuro no existe, pero existe nuestra expectación de ese tiempo; es cierto que el pasado ya no existe, pero existe en nuestra memoria el recuerdo de ese tiempo cuando fue presente; y es cierto que no existe un punto que podamos identificar con el presente, pero existe nuestra atención de aquello que ahora pasa y que una vez pasado llegará a estar en nuestra memoria, como antes de estar pasando había estado en nuestra expectación. Todo el tiempo, pues, y la triple división que hacemos de él, tiene sentido en relación a nuestra alma, y San Agustín lo ilustra con un ejemplo tan exacto (en cuanto puede serlo) como poético: antes de recitar una canción que conocemos, fijamos en ella nuestra expectación, y a medida que comenzamos a cantarla por la atención presente, se va descontando de la expectación lo que se va añadiendo a nuestra memoria, hasta que al acabar la acción de cantar pase exclusivamente a la memoria borrándose por completo de la expectación y de la atención. Y esto que acontece con la canción completa, sucede con sus partes aisladas: con cada estrofa, con cada palabra, con cada sílaba, con cada letra; y asimismo es lo que sucede con una acción más larga respecto a la cual la canción completa no es más que una parte, de modo que cada acción del hombre vendría a ser como una sílaba de la canción de toda la historia de la humanidad, y la vida de cada hombre, como una palabra o estrofa.
Dios permanece fuera del tiempo que ha creado porque es impasible, no sujeto a ninguna afección. El presente no le provoca una suscepción, ni el futuro una expectación, ni el pasado un recuerdo, pues su conocimiento es puro, absoluto e inmediato, y «no hay variación en su conocimiento»[11]. El hombre creado está en el tiempo creado, inmerso en esa realidad con la que comparte su condición de criatura, mientras que Dios no puede estar sometido al tiempo que Él mismo ha creado, pues siendo eterno, no puede formar parte de su naturaleza ser en aquello que no es coeterno a Él. Aquel que es sin principio y sin final no está condicionado a aquello que ha principiado y que tendrá fin, ni podría haberlo creado de no estar fuera de él. «Ni tú precedes temporalmente a los tiempos: de otro modo, no precederías a todos los tiempos»[12]. Dios no es anterior al tiempo en un sentido cronológico, lo cual implica contradicción, pero es anterior ontológicamente, puesto que lo ha creado, y el mismo hecho de que nos sea tan difícil comprender cómo Dios es anterior al tiempo, cuando esta misma palabra «anterior» nos lleva nuevamente a la idea de tiempo, en una especie de falacia circular, y por lo tanto nos lleva a presuponer el mismo tiempo antes de su creación, no es más que la consecuencia de nuestra inmersión, de nuestro comienzo temporal, que nos impide considerar perfectamente lo que es ajeno a nuestra condición actual. Puesto que Dios existe desde la eternidad, y el tiempo, por su misma definición, no es eterno, Dios es por necesidad anterior al tiempo, y es anterior a él precisamente porque Dios existe antes de que pueda decirse «antes», ya que sin ser anterior en sentido causal no hubiera creado aquello por lo que existe un «anterior» y un «posterior» en sentido temporal. Puede aclararse esto tomando el ejemplo del espacio: Dios estaba más allá del espacio cuando lo creó, pero esta expresión «más allá» no debe ser entendida en su sentido espacial, ya que Dios no estaba en otro lugar material antes de crear aquello por lo cual existen lugares materiales, sino que estaba más allá en el sentido de que no estaba en absoluto en ningún lugar, y por eso pudo crear la realidad en la que existen lugares. De la misma forma, la única manera de crear el tiempo es ser anterior a él, es decir, antecederle en existencia. Obviamente, no se podía predicar a Dios como existente en términos de una realidad que no había creado (es decir, como Ser anterior temporalmente), pero esta imposibilidad de la predicación relativa, lejos de ser una deficiencia, es consecuencia de su perfección y del atributo de su eternidad.
San Agustín expuso sus pensamientos sobre el tiempo para explicar las palabras del Génesis En el Principio hizo Dios el cielo y la tierra. Los maniqueos, que rechazaban el Antiguo Testamento, se burlaban de esas palabras preguntando qué hacía Dios antes de crear el cielo y la tierra, y qué fue lo que le agradó para comenzar a hacer lo que no había hecho en la eternidad. El propio San Agustín relata ese hecho en su obra Del Génesis contra los maniqueos[13], donde adelanta una respuesta, breve y concisa, a aquellos hombres que permanecían en el error en el que él mismo había estado: «Cuando se dice «qué fue lo que repentinamente agradó a Dios», se habla como si hubiera transcurrido algún otro tiempo en el que Dios no hizo nada. No podía pasar tiempo alguno que antes no hubiera hecho Dios, porque no puede ser creador de los tiempos sino el que existe antes del tiempo»[14]. Unos diez años después, al escribir sus Confesiones, San Agustín creyó necesario ampliar aquella respuesta que había dado a los maniqueos, quizá porque todavía notaba en el ambiente intelectual de su época, y no sólo entre los maniqueos sino también entre los paganos, cierta incomprensión hacia el aludido pasaje del Génesis. El resultado fue ese libro undécimo de las Confesiones, que por sí sólo quedará como uno de los mayores monumentos del genio humano.
[1] Russell, Historia de la filosofía occidental, Cap. IV
[2] Timeo, 38a
[3] Física IV, 11, 219b
[4] Confesiones, 11, XIV
[5] Confesiones 11, XVIII
[6] Confesiones 11, XVIII
[7] Confesiones 11, XXI
[8] Confesiones 11, XXV
[9] Timeo, 39d1
[10] Confesiones 11, XXVIII
[11] Confesiones 11, XXXI
[12] Confesiones 11, XIII
[13] Del Génesis contra los maniqueos 1, Cap. II, 3
[14] Ibid.