Homilía de clausura. JEMJ en Covadonga. Domingo 7 julio de 2024
De pronto Covadonga se llenó de esperanza. Una nueva reconquista tenía la edad de quien es capaz de soñar, y fueron pintando de colores vivos el mapa de una historia aún sin terminar. Venían de muchos sitios de Asturias, de España y de allende los mares y nuestras fronteras. Se oían otros idiomas pero las indumentarias eran las mismas, como muy parecidas eran sus chubasqueros y mochilas. Covadonga se hizo cita de una convocatoria insólita poniendo ahí la capital de un pueblo nuevo que nacía en el corazón de tantos jóvenes cristianos que venían para celebrar la primera Jornada Eucarística Mariana Juvenil.
Se levantaron los corazones como reza el lema de este encuentro. En la memoria queda intacto el gesto que Dios inspiró a San Juan Pablo II con las JMJ internacionales hace casi 40 años: la experiencia compartida por los jóvenes cristianos de una generación que tienen que vivir y expresar su fe en Jesús, su amor a María y su pertenencia a la Iglesia en medio de ambientes indiferentes, hostiles o de clara persecución martirial.
No es una reunión de pasatiempo frívolo, fugaz y engañoso, no hay litronas ni botellones, no huele a hierba marihuanada, ni se propician bacanales de desmadre sexual, no hay talleres para construir barricadas reaccionarias, bombas lapa en la kale borroca de los indepes de turno. Ni siquiera es un encuentro cuyo entusiasmo caduca prematuramente al terminar el concierto más heavy y cuyo encanto tan sólo acerca el engaño happy flower de un mundo feliz en la estratosfera más irreal. No eran hooligans de una selección nacional que venían a arengar a los suyos en una Europa Champions cuya tensión y emoción termina al final del partido y los penaltis.
Los jóvenes que habéis participado en la Jornada Eucarística Mariana aquí, veníais de otro modo, con otros motivos y de aquí salís con una certeza en el alma que dilata vuestra mirada y enciende el corazón para ser apóstoles de una Buena Noticia que nuestro mundo está esperando lo sepa o no. Y esa Buena Noticia no es otra cosa que Jesucristo, vivo para siempre, resucitado eternamente para acompañarnos en la aventura de nuestra vida apasionante. Sois de esos famosos todos-todos-todos a los que se refería el papa Francisco en Lisboa, pero que saben quiénes son y por qué están. Porque en la Iglesia es verdad que caben todos-todos-todos, pero bien explicado. Todos los que creen en Jesús y aman a María, todos los que viven según el Evangelio y la tradición cristiana, todos los que pertenecen a la Iglesia y no a colectivos extraños. En la Iglesia caben todos-todos-todos los que siguen a Cristo en la vocación recibida, porque en la barca de Jesús sólo caben los discípulos. Y los que quieren estar en la Iglesia viviendo en la ambigüedad frívola, la confusión torticera, el pecado y la disidencia moral, se han equivocado de barca y de travesía. Podrían probar en el arca de Noé, donde están todas las especies de dos en dos. Pero en la barca de la Iglesia sólo caben todos-todos-todos los discípulos de Jesús que quieren ser santos con todas las consecuencias.
Jesús no es un referente abstracto, como un héroe del pasado que tras su hazaña murió y sólo es recordado en los museos sin vida de la galería de personajes ilustres. Vive para acompañar nuestros pasos, para responder nuestras preguntas, para curar nuestras heridas, para acrecentar nuestros sueños, para abrirnos los ojos, fortalecer las ganas y encender el corazón. Él se ha quedado entre nosotros de tantos modos, con su acostumbrada delicadeza que acaricia sin forzar nuestra libertad. Se ha quedado en la Palabra que no deja de susurrarnos de mil modos; se ha quedado en medio de nuestras dudas y en el hondón de nuestras certezas; ha puesto junto a nosotros ángeles que nos custodian y santos que nos acompañan, amigos que nos sostienen y nos recuerdan cosas sin las cuales perdemos la brújula y el camino. Pero sobre todo es Él mismo quien nos acompaña sin más mediaciones en primera persona. Casi imperceptible, casi sin notarse, se quedó junto a cada uno con una presencia tan tierna como un pan y tan discreta como un sagrario, como la santa Eucaristía que adoramos y de la que nutrimos el alma.
El Señor sopla las velas de nuestro cumpleaños anual y con nosotros quiere crecer como el amigo que nunca falla, que todo lo comprende y que es capaz de darnos la luz y la gracia suficiente para que nuestra vida no se malogre en un falso destino para el que no fuimos llamados. No hay nada que llene nuestro corazón, nuestros sentimientos y proyectos, nuestros recuerdos y andanzas, que no pueda ser abrazado por ese Corazón abierto de par en par en el que caben todos mis gozos y mis lágrimas. Porque Jesús ha querido hacer de mis penas su propio llanto, y con mis alegrías Él hace también su fiesta.
Pero este Jesús así presente y cercano comenzó a palpitar por un latido prestado, como todos nosotros al ser concebidos. En el seno de su Madre empezó su existencia humana, y los primeros pálpitos de su corazón fueron al unísono del de María, la Virgen que dijo sí a su Palabra. Lo he recordado varias veces, que la primera procesión del Corpus fue la que tuvo a María como custodia, cuando en aquella andadura de varios días entre Nazareth y Ain Karen donde vivía Isabel su prima, la Virgen lo llevó en sus virginales entrañas. 120 kms. de cofradía en aquella hermandad especial donde el santo era Jesús y la hermana mayor su madre bendita. Llegando a donde Isabel la esperaba, nos dice el testimonio de esta mujer entrada en años, su criatura saltó de alegría. Las dos frente a frente, ambas madres de un milagro, y la bendición de la Virgen con su custodia santa hizo que esa Eucaristía no nacida aún, llenase de alegría la vida con la que se encontró providencialmente. María y la Eucaristía que se hacen procesión misionera.
Estamos llamados a prolongar ese gesto procesional en nuestros días, en nuestros ambientes, con la gente de nuestra generación que vemos a diario en las aulas de nuestras clases, en las plazas de nuestro vaivén, en los lugares donde se palpa la tristeza y el engaño, la violencia y la injusticia, la desesperación y la increencia. Ahí somos enviados como María, llevando en nuestro corazón la Eucaristía que nos sostiene y alimenta.
El profeta Ezequiel nos ha recordado en la primera lectura cómo Dios envía a sus profetas como portavoces de su Palabra. Sus oyentes unas veces harán caso u otras no, pero tendrán que reconocer en ellos que tuvieron un profeta que les decía palabras de vida que no engañan, que abren a la gracia y regalan la belleza y la bondad.
Ante el temor que puede sobresaltarnos cuando somos acogidos con tantas displicencias y se nos desprecia de tantos modos, es cuando podemos aprender del apóstol San Pablo, como nos ha dicho la segunda lectura, que en medio de sus debilidades, insultos, privaciones, persecuciones y dificultades sufridas por Cristo, aprendió que bastaba la gracia que del Señor recibía, y cuando era débil pero apoyado en Jesús, es cuando únicamente fue fuerte.
En el Evangelio hemos escuchado una página de nuestros días. Gente que tenía noticia de Jesús, que le identificaba en el censo de su pueblo, en la casa de su domicilio, en los apellidos de su familia, en su oficio artesanal… pero se escandalizaban de Él porque no podían aceptar que dijera lo que les decía o les mostrase lo que les mostraba. Con más o menos información, hay gente de nuestra generación que podrá decir algunas cosas sobre Jesús. Pero no se trata de dar un dato o tener una opinión, sino de poder contar un encuentro con Él que nos ha cambiado la vida como decía el papa Benedicto XVI: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1).
Es lo que reconocemos en los santos, personas que han tenido como nosotros momentos oscuros o luminosos, situaciones bellas u horrorosas, circunstancias llenas de la gracia o heridas por el pecado, pero en ellos triunfó la misericordia, se desandaron los caminos extraviados. Y así, hemos querido vivir en estos días aquí en Covadonga lo que supone la verdadera reconquista de la que habla este enclave cristiano en el valle del Auseva bajo los Picos
de Europa que en nombre del Creador nos presiden con hermosa majestad. Una reconquista que empieza por nosotros mismos para que no haya ningún intruso okupa que nos robe el corazón, la certeza de la fe y las razones de nuestra esperanza. Una reconquista que mira a la humanidad, especialmente a la generación de nuestra edad tan zarandeada y engañada por dioses falsos como decía Thomas Stearn Eliot: el dios del poder, del dinero y de la lujuria. Una reconquista de la paz y la verdad en la santa Iglesia de Dios, a la que amamos y deseamos que sea fiel a Jesús, a la tradición cristiana que representan los santos y al magisterio de los Pastores verdaderos. Mi alma, mi generación, mi Iglesia, objetos de la reconquista humilde que alargamos desde Covadonga mirando a la Santina tan llena de la gracia de Dios. Hemos levantado nuestros corazones, como nos indica el lema de esta Jornada Eucarística y Mariana. Y el corazón despierto, el corazón alzado, el corazón abierto a la misericordia del Señor que nos espera y nos abraza.
Hemos venido de tantos rincones con nuestros sueños encendidos, también con el fardo de tantas dificultades para hacernos sitio en la maraña de nuestro momento eclesial, cultural y político. Son muchos los frentes que nos rodean con su carga de luz y oscuridad, su certeza e incertidumbre, sus lágrimas y sonrisas. Pero la lluvia caída en estos días ha acrecentado un torrente de esperanza y somos testigos de cómo este querido Santuario de la Santina se llenaba de rostros preciosos, de gestos audaces y desenfadados, de sana y santa osadía a la hora de decir que están aquí los jóvenes cristianos, que se han encontrado con Jesús, que cuidan su relación con María, que tienen como amigos a los santos. Os lanzáis ahora al abrazo de este mundo variopinto y ambiguo, en donde también queréis contar y testimoniar vuestro particular relato que tiene la solera de los dos mil años de cristianismo y la frescura de la mocedad de vuestros años.
El papa Francisco al final del último encuentro con jóvenes nos invitó a no tener miedo. Motivos para la zozobra no nos faltan, ni razones para tantos sobresaltos. Pero se nos recordó aquella expresión valiente y rompedora con la que San Juan Pablo II empezó su pontificado: no tengáis miedo, abrid las puertas de Cristo.
Toca ahora volver a la vida cotidiana que sigue en la trama de cada día. A esto somos emplazados con la ayuda de Jesús, de María y de los santos. Escribimos este momento presente en donde Dios nos habla, mientras hojeamos las páginas que se escribirán en un cercano mañana. Veo en vosotros futuras familias cristianas, abiertas a la vida, en una fidelidad sin quiebra y sin tacha, con el gozo y la ternura de quienes en Dios verdaderamente se aman. Veo en vosotros futuros sacerdotes, que se dejan llevar y enviar por Cristo Sacerdote, Buen Pastor, que nos confía el cuidado de la familia de Dios con una vida santa en el ministerio sacerdotal. Veo en vosotros también futuros religiosos y religiosas que en el carisma que el Señor haya previsto os señale vuestro camino de santidad haciendo tanto bien a las almas. Son las tres vocaciones cristianas que se dibujan en vuestros rostros, que se adivinan en vuestros ojos y que deseo vivamente que podáis buscar, descubrir y abrazar.
Expreso mi más vivo agradecimiento a los Siervos y Siervas del Hogar de la Madre, que con tanto esmero pensaron y organizaron estas Jornadas Eucarísticas y Marianas, a los voluntarios que os habéis entregado con tanta generosidad y caridad en mil pequeñas cosas y en los grandes gestos de estos días inolvidables tan regados por la hermana lluvia y más aún por la divina gracia. Al coro que ha puesto su nota de belleza con una música que abría el corazón a la alabanza y a la alegría de la oración que escucha sin estridencias en el pentagrama. A mis hermanos del Cabildo de Covadonga y al personal del Santuario, a los sacerdotes y diáconos por vuestra impagable labor ministerial en estos días, a las religiosas de diversas congregaciones que habéis venido con los jóvenes haciendo con ellos también este camino. Y a todos vosotros jóvenes, queridos amigos que habéis creído que Dios está vivo en su Hijo resucitado, en la discreta cercanía de nuestra Madre la Virgen María, en la compañía de los santos. Ha sido una gracia de Dios inmensa, que la Archidiócesis de Oviedo ha tenido la bendición de acoger y acompañar. Que el Señor os guarde y os bendiga. Que María nuestra Santina os ayude a hacer vida la Palabra que eternamente Dios silenció para decírosla a vosotros y con vosotros contarla. Amén.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo