Quienes hemos tenido la dicha de conocer a nuestros abuelos y convivir con ellos no podremos borrar nunca las marcas indelebles que han dejado en nuestras almas. Esos antepasados vivos que nos encontramos al nacer arrastran tras de sí un tiempo remoto que se entremezcla con el nuestro, una época que ya no vemos y que sin embargo se introduce en nuestras vidas confundiendo el pasado y el presente. Gestos, costumbres, palabras al borde del olvido coinciden con los primeros años de nuestra vida, con nuestro corazón reciente y dúctil, e imprimen para siempre en nosotros la conciencia de que el pasado no es un tiempo que ha muerto, sino uno que ha sobrevivido para que nosotros comencemos a vivir. Así, nada más nacer en el tiempo el anacronismo nos envuelve, nos acoge en su misterio. Sobre nuestra cuna se asoman rostros que entonces nos parecen personajes antediluvianos, gigantes que hollan con un pie la antigüedad y con otro el mundo contemporáneo, y que se dedican a apaciguar nuestro llanto con todo el amor y la ternura que han acumulado durante sus vidas. Ancestros y a la vez coetáneos, nuestros abuelos abren una brecha en el tiempo a través de la cual pueden verse algunos rayos de la eternidad.
Pero si los abuelos en general, o la gran mayoría de ellos, aportan incalculables tesoros a la experiencia vital de los nietos, con independencia de su religión o cultura, en el caso concreto de los abuelos católicos se añade además una dimensión divina que sublima ese aporte. Sabemos que en la religión católica la Tradición es una fuente de Revelación paralela y complementaria a las Escrituras. Los apóstoles, como es natural, contaron a sus discípulos todos aquellos dichos y hechos de Jesucristo que no quedaron anotados (incompletud escriturística que los propios evangelistas reconocen), y estos discípulos, a su vez, lo enseñaron a los suyos, de modo que por una sucesión ininterrumpida llega hasta nuestros días. Sentimos que esa extraordinaria pujanza a lo largo de tantos siglos llega hasta nosotros y nos trasciende, busca perpetuarse y no se detiene en nosotros, sino que nos atraviesa para cumplirse en nuestra descendencia.
Sin embargo, esta transmisión humana de una confidencia divina puede impresionarnos de una forma distinta según la vía por la que nos llega. Sin duda que los sacerdotes son los legítimos sucesores de los apóstoles, y como tal los encargados de conservar y transmitir el depósito de la fe, pero su predicación, al menos cuando somos niños, no tiene en nosotros el impacto de las cosas familiares, y la Tradición puede por lo tanto parecernos algo impersonal, algo que ha recorrido la historia sin entrar en la savia de nuestro árbol genealógico.
Unos abuelos católicos, en cambio, dan a esta Tradición un aspecto más tangible, más concreto. Los vemos santiguarse, los vemos bendecir la mesa o rezar, y sentimos que la Tradición está pasando junto a nosotros, que su aire nos acaricia y su perfume nos envuelve. De repente tenemos a nuestro lado la imagen viva de lo que lleva sucediendo durante dos mil años, y esa experiencia nos hace entrar en la historia de la Tradición no por un conocimiento indirecto, erudito y frío, sino involucrando a nuestra sangre en ello, sintiendo el relevo palpitante y cálido en nuestras propias manos. La Tradición se encarna a nuestro lado, se familiariza.
Mis abuelos habían llegado hasta mí atravesando un puente que ya no existe; el tiempo había disminuido su marcha, pero no la había detenido. Las prominentes venas de sus manos conferían a su oración una majestuosa autoridad, y sus palabras piadosas a sovoz, entre venerables y triunfantes arrugas, llegaban hasta mí como un secreto milenario a punto de extinguirse. Jamás me predicaron a Jesucristo directamente, la suya fue una catequesis colateral, que me llegaba mezclada en las tareas cotidianas, en ciertas actitudes, en las jaculatorias engastadas en su conversación. Aquel matrimonio que había visto nacer a mi padre, que había vivido casi toda su vida cuando yo la empezaba, que formaba el último eslabon de una cadena en cuyo extremo opuesto se encontraba Cristo; aquel matrimonio había arrastrado la cruz hasta mí. Yo veía bajo mis pies el surco en la tierra perdiéndose en el horizonte de los tiempos, podía sentir el olor de la madera, la sangre antigua y reciente salpicada en derredor. Era la Tradición, aunque entonces no lo sabía.
Y no lo sabría hasta mucho tiempo después, cuando mis abuelos ya habían muerto. Aun cuando estuve muchos años separado de Dios y de su Igesia, aquella Tradición personificada en mis abuelos continuó haciendo su efecto insensiblemente y desplegándose en mi alma sin que yo lo notara. En un segundo plano, latente bajo las capas de mi ateísmo, se dilataba en silencio a fin de erosionarlas un día, como las raíces que abomban y agrietan los adoquines de las avenidas. Ni mis blasfemias, ni mi cinismo anticristiano, ni mi arrogancia contra Dios pudieron sofocar aquella fuerza silenciosa que crecía en mi interior. Yo creía que había dejado aquella Tradición atrás, por ser una cosa antigua, pero ella, precisamente por eso, por ser antigua, me esperaba delante, junto al abismo donde sabía por experiencia de siglos que iba a llegar. Las palabras de sus ancianos mensajeros, que yo creía atrasadas, estaban en realidad demasiado adelantadas.
Sólo entonces entendí que todos los sufrimientos, desengaños y angustias que había padecido durante mi huida de Dios eran precisamente los que mis abuelos habían querido ahorrarme desde un principio. Desde que aparecieron sobre mi cuna habían tratado de advertirme del peligro; todo lo habían previsto, todo lo habían anticipado, y aun así, después de despreciarlos y tomar otro camino, su testimonio de vida me aguardaba sin rencor para curar mis heridas, como una madre cura a su hijo la herida que se ha hecho por desobedecerla. Nunca, pues, se había tratado del ayer: era el mañana lo que aquellos ancianos me señalaban. El pasado que mis abuelos habían puesto ante mis ojos, y que yo creía un cuadro, era en realidad un espejo que reflejaba el futuro, y las lágrimas que vinieron a apaciguar no eran las del niño, sino las del hombre. Ahora por fin lo veía claro: aquellos gigantes de la antigüedad eran en realidad los guardianes de mi porvenir.