Joseph Ratzinger, más conocido como Papa Benedicto XVI, dejó el ministerio pontificio en 2013. Pero antes de hacerlo había empezado a redactar una encíclica sobre la naturaleza de la fe cristiana. Su objetivo era completar sus reflexiones sobre las tres virtudes teologales –fe, esperanza y caridad– y sus implicaciones para el verdadero desarrollo humano. Para Benedicto, la fe es el fundamento y la energía que informa las otras dos virtudes. Y pudo ver con agrado cómo el recién elegido Papa Francisco asumió el borrador de Benedicto al acceder al cargo. Francisco añadió «algunas contribuciones propias» y a continuación publicó el texto resultante, Lumen Fidei («La luz de la fe»), su primera encíclica y el documento inaugural de su pontificado.
Dados los acontecimientos posteriores, es revelador que algunos de los más firmes partidarios del nuevo Papa no mostraran gran entusiasmo con el estilo y el contenido de Lumen Fidei. Y es comprensible. El texto es una obra clásicamente ratzingeriana. En sus anteriores funciones como peritus (experto) en el Concilio Vaticano II y de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger fue una de las grandes mentes cristianas del siglo pasado. Lumen Fidei es una reflexión magistral sobre la naturaleza de la fe, su papel en la búsqueda de la verdad por parte de la razón y el modo en que nos guía en la vida cristiana.
Éstas son las buenas noticias. La otra noticia es la siguiente: la notable calidad de Lumen Fidei contrasta desgraciadamente con cualquiera de los demás documentos del pontificado de Francisco. Es un juicio doloroso, pero cierto. Y en este punto, para ser justos, hay que añadir algo de contexto.
Muy pocos estadounidenses viven en la pobreza que es común en otras partes del mundo. Por lo tanto, nos resulta difícil comprender el sufrimiento que conlleva una vida de incertidumbre constante. Es fácil –demasiado fácil– considerar la hostilidad del Papa Francisco hacia el capitalismo moderno, y hacia la visión materialista que genera, como si fuera una forma de ignorancia pseudomarxista. Pero su compasión por los pobres, su atención a las personas olvidadas de las periferias del mundo y su énfasis en la prioridad de la misericordia no son sólo totalmente católicos. También son una admonición y una catequesis necesarias para los que vivimos en las naciones «desarrolladas». La evidente aversión del Papa hacia los líderes de la Iglesia y hacia la vida católica de Estados Unidos puede deberse a una falta de conocimiento, y es profundamente frustrante. Pero su actitud crítica hacia las naciones ricas del Norte Global, y especialmente hacia Estados Unidos, no es injustificada.
En defensa de Francisco, también debemos recordar que, a lo largo de su vida, un sacerdote escuchará miles de confesiones. Muchas serán de personas sinceras que luchan con circunstancias sumamente complejas. Francisco está muy atento a estas situaciones. En estos casos, limitarse a citar el catecismo ofrece poco consuelo. También carecería de humanidad. La tentación de confirmar, o al menos de tranquilizar, a personas bienintencionadas en sus comportamientos y relaciones pecaminosas puede ser intensa.
Esto ayuda a explicar las frecuentes quejas del Papa sobre el atraso, la rigidez y el «fijismo» del pensamiento católico. Explica sus numerosas críticas a un clero supuestamente implacable. Explica su aversión por los «doctores de la ley» y su enfoque laxo en cuestiones canónicas. Explica su irritación ante la seriedad intelectual y la precisión de sus predecesores inmediatos. Explica su estudiada ambigüedad en ciertas cuestiones de doctrina y disciplina eclesiástica. Explica su negativa a vivir en el Palacio Apostólico del Vaticano, su desdén por algunas de las formalidades asociadas a su cargo y su costumbre de alimentar la confusión con comentarios públicos imprudentes e incluso provocadores. También explica su peculiar hostilidad hacia la antigua Misa en latín y los supuestos reaccionarios que se «aferran» a ella; algunos de ellos, sí, amargados adictos a la nostalgia, pero muchos otros que son simplemente jóvenes y familias que buscan belleza, estabilidad y alguna conexión con el pasado de la fe en su culto litúrgico.
Resulta difícil evitar la conclusión de que un trasfondo de resentimiento es una de las marcas distintivas y más lamentables del pontificado de Francisco. Lamentable, porque daña la dignidad del oficio petrino. Lamentable, porque genera críticos y enemigos, en lugar de reconciliarse con ellos. Lamentable, porque socava la tarea central de todo pontificado: proporcionar una fuente creíble y fiel de unidad católica. Y los asesores, apologistas y escritores en la sombra que rodean a este pontificado han contribuido decisivamente a agravar el problema.
Lo que nos lleva a la persona del cardenal Víctor Manuel Fernández. Teólogo y ex rector de la Pontificia Universidad Católica Argentina, Fernández fue arzobispo de La Plata. También es un estrecho colaborador, consejero y a veces escritor en la sombra del Papa Francisco, quien lo nombró prefecto del Dicasterio (antes Congregación) para la Doctrina de la Fe (DDF). La DDF ocupa un lugar especial en el firmamento vaticano. Tiene la tarea de proteger la integridad de la enseñanza y la práctica católicas, un deber vital para la vida de los fieles. La razón de su preeminencia debería ser obvia: la Iglesia católica es una comunidad tanto doctrinal como sacramental. Lo que creemos –sobre la Eucaristía, por ejemplo, o sobre la naturaleza y finalidad de la sexualidad humana– y cómo entendemos y aplicamos lo que creemos, constituye el «pegamento» que une a los católicos como un pueblo distinto de los demás. Fernández ocupa, pues, un cargo de singular importancia, como antes lo hizo Joseph Ratzinger. Pero tanto en su pensamiento como en su sustancia, Fernández es un hombre muy diferente de su gran predecesor.
Ya se ha hablado mucho del polémico libro de Fernández de 1995, Cúrame con la boca: El arte de besar. No es necesario volver sobre él. No es un título que uno asociaría usualmente con el jefe doctrinal de la Iglesia católica. Pero tachar de superficial el pensamiento de Fernández sería un error. Tiene una obra importante en su haber. Su pensamiento no es superficial. Simplemente está equivocado en algunos aspectos cruciales, lo que tiene grandes implicaciones.
Pero, ¿cómo de «equivocado», exactamente? Nadie ha desentrañado los problemas del pensamiento de Fernández de forma más respetuosa, persuasiva y exhaustiva que el sacerdote y teólogo español José Granados. Ex vicepresidente del Pontificio Instituto Juan Pablo II de Roma para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia –antes de que el Papa Francisco cambiara su enfoque–, Granados es superior general de los Discípulos de los Corazones de Jesús y María y cofundador del Proyecto Veritas Amoris. En el número de invierno de 2023 de Communio: International Catholic Review, Granados evalúa metódicamente la comprensión de Fernández de la caridad y su aplicación a situaciones morales complejas. El artículo, «La caridad edifica» (1 Cor 8:1), pero ¿qué caridad? Sobre la propuesta teológica de Víctor Manuel Fernández, a pesar de su farragoso título, constituye una lectura esencial.
Granados señala que el cardenal Fernández insiste en el «contexto inmediato ineludible» de la teología. Así, para el cardenal, las circunstancias importan grandemente, lo mismo que el hacer teología menos desde alturas teóricas y más desde situaciones humanas concretas. En palabras de Granados:
[Fernández] sostiene que el pueblo cristiano, especialmente los sencillos y los pobres, poseen una especial penetración en las verdades de la fe, a pesar de su escaso poder especulativo o racional. Hay formas de conocimiento de Dios que escapan a los estudiosos y que el pueblo sencillo es más capaz de captar a través de la experiencia vivida del misterio divino… Esta valoración del contexto popular lleva a Fernández a escribir que, en lugar de sensus fidelium [el sentido de los fieles], sería mejor hablar de sensus populi [el sentido del pueblo]. La razón de este cambio es que con la expresión sensus fidelium los «creyentes» pueden verse a sí mismos como separados unos de otros y perder así el conocimiento que proviene de su unidad como pueblo. Porque hay elementos de conocimiento que no son accesibles a la persona aislada, sino sólo a la persona en relación con toda la cultura.
Sin embargo, tal y como sostiene Granados, «la expresión sensus populi por sí sola es insuficiente, ya que ignora la centralidad de la fe». Conlleva el riesgo de que «la visión sociológica del pueblo se anteponga a la revelación como fundamento de nuestro conocimiento de Dios». Lo que Fernández propone, en efecto, es «no tanto una teología del pueblo como una teología desde el pueblo». Este planteamiento contradice «el verdadero contexto, inmediato e ineludible, de la teología católica [dada] por la Iglesia como Cuerpo de Cristo, que a su vez hunde sus raíces en la Eucaristía y en la red de relaciones que la Eucaristía establece».
Granados continúa observando que Fernández, «al describir la caridad, insiste en que su principal manifestación externa es ayudar al prójimo a mejorar sus necesidades materiales». Pero para el cristiano, aunque las necesidades materiales de una persona son importantes, no son el centro primordial de la caridad. La auténtica caridad, y su expresión misericordiosa, consiste en «ayudar [a los demás] a vivir en unión con Dios, lo que incluye también actos externos como la corrección fraterna». Además, «para el Aquinate, la virtud de la obediencia, en cuanto que a través de ella ofrecemos nuestra voluntad a Dios, es mayor que todas las virtudes morales, incluida la misericordia». Hacemos bien en sentir compasión por las personas atrapadas en situaciones pecaminosas. Pero la compasión no es una autorización para minimizar, o para excusar, o para bendecir los comportamientos destructivos implicados en esas situaciones.
La crítica de Granados a la teología del cardenal Fernández es más extensa y convincente de lo que puede recogerse aquí. Pero a fin de cuentas, demuestra lo inadecuado de las opiniones del cardenal Fernández para labor para la que ha sido nombrado en el DDF: alimentar y defender la doctrina católica y la fe de los creyentes católicos. También plantea incómodas preguntas sobre la prudencia de su nombramiento.
Blaise Pascal, el matemático, científico y filósofo católico del siglo XVII, suele ser recordado por su comentario de que «el corazón tiene sus razones, que la razón no conoce». El corazón humano es nuestro contrapeso frente a la brutalidad de la fría lógica y la verdad sin amor. Pero no es infalible. Y los sentimientos -incluida la compasión-, cuando se convierten en soberanos en el discernimiento del bien y del mal morales, pueden ser guías peligrosamente defectuosos. Ningún «nuevo paradigma» o «desarrollo de la doctrina» puede resultar en una coartada para el pecado a la luz de la Palabra de Dios y la sabiduría de la larga experiencia de la Iglesia.
El corazón tiene ciertamente sus razones. Y a veces están equivocadas.
Charles J. Chaput, franciscano capuchino, es arzobispo emérito de Filadelfia.
Publicado originalmente en First Things.