Toda asociación puramente humana, toda institución, movimiento o ideología que pretende ganar adeptos y expandirse, se conduce de una manera que puede variar en sus grados y modos, pero que siempre coincide en un mismo punto: convencer al hombre con delicadeza y halagando su orgullo. Esto es natural y explicable por medio de la más elemental psicología. El hombre sabe, por propia experiencia, que cuanto más brusca e indelicada es la manera con que alguien le intenta convencer de algo, más fuerte es su reacción defensiva, y por tanto menos probable que acabe cediendo. Incluso la verdad más evidente e incontestable, cuando es lanzada contra nosotros en tono de exigencia, hace que nos revolvamos en un primer momento contra ella, y muchas veces el rechazo se enquista en el tiempo y es irreversible.
Conociendo esa natural propensión, las asociaciones humanas que tienen interés en ganar seguidores e integrar en su causa, cualquiera que ésta sea, al máximo número de hombres posible, se sirven de métodos de proselitismo que evitan «pinchar en el hueso» del orgullo humano. Todo debe realizarse de modo que el hombre que se une a una ideología no note en ningún momento que en realidad le ha sido impuesta. Un chantaje emocional sutil y gradual, por medio de películas y series; la persuasión inoculada, pero no advertida como tal, de que se quedará marginado y rezagado si no asume ciertas ideas; la promesa indirecta, como flotando en la atmósfera, de pertenecer a cierta élite social y adquirir un estatus más elevado si se une a determinado grupo. Estas son algunas de las tácticas de proselitismo de las asociaciones modernas, de las ideologías, de los movimientos. No hay que herir el orgullo, sino halagarlo. Si se consigue eso medio hombre está ganado.
La manera en que la Iglesia católica procedió fue siempre muy diferente. Ya en sus primeros pasos, cuando tenía en su contra al Imperio más poderoso y estable que jamás haya existido, y a un pueblo pagano profundamente celoso de sus tradiciones, demostró que su modo de proceder sería totalmente opuesto. La prudencia y el más elemental conocimiento de los asuntos humanos indicaban que había que proceder con cautela si se quería convertir a los paganos: transigir con sus vicios, prometer prosperidades, no criticar con demasiada contundencia sus supersticiones. Esta hubiera sido la hoja de ruta de cualquier institución puramente humana.
Pero la Iglesia católica dejó claro desde su inicio que había algo más que humano en su naturaleza, y que la Historia iba a partirse en dos infringiendo todas las reglas de la prudencia. Desde un primer momento se dirigió con descaro al mundo para decirle, inerme pero con la frente erguida, que estaba equivocado. Declaró a los paganos que sus vidas eran una inmundicia, que eran unos desgraciados, que debían convertirse, y estuvo dispuesta a mantener su insolencia a costa de su sangre.
El genocidio contra los seguidores de Cristo se desató, pero como si cada cristiano, antes de morir, pasara el relevo de la insolencia al cristiano que quedaba con vida, siempre permanecía de fondo la misma amonestación a los paganos: «vuestra vida es una inmundicia, sois unos desgraciados, convertíos». La muerte no podía acallarlos. Cinco siglos antes, en la batalla de Salamina, el jefe espartano Euribíades había alzado su bastón contra el general Temístocles por proponer un plan de batalla ingenioso pero muy arriesgado. Temístocles dio su famosa respuesta: «pega, pero escucha». Había estoicismo en esta respuesta, pero nada sobrenatural, pues al fin y al cabo se puede seguir hablando después de ser golpeado. El cristianismo iba a lanzar al mundo, que alzaba sobre él su poder exterminador, una respuesta mucho más radical y sorprendente: «mata, pero escucha».
Así fue como el cristianismo convenció a la orgullosa Roma, y con ella a todo el mundo civilizado, de unirse a sus filas. Dejarse matar, hablar con descaro, despreciar los tiempos. A quien se le hubiera revelado de antemano este plan, habría apostado todo su patrimonio a que el cristianismo desaparecería por completo en pocos años. Sin embargo, en pocos siglos la cruz coronó las mismas coronas de los emperadores.
La Iglesia católica mantuvo esta misma actitud en los siglos posteriores. No era una actitud circunstancial, sino constitutiva de su naturaleza. Las hagiografías nos muestran que la insolencia es una de las características sobresalientes de gran parte de los santos. El Santo Cura de Ars la poseía en alto grado. Una vez, al cruzarse con un hombre que paseaba a su perro, le dijo: «Sería de desear, señor, que su alma fuera tan bella como su perro». Aquel hombre no era practicante, pero ese mismo día se confesó y cambió su vida. Murió treinta y seis años después como trapense.
Esta anécdota del Cura de Ars es una figura de la marcha de la Iglesia católica a través de los siglos, de su intrépida y confiada sinceridad. La verdad a bocajarro, la verdad sin protocolos ni miramientos, ese fue su único método de persuasión.
Los santos no actuaban así por soberbia. Al contrario, era la humildad la que fundamentaba esa insolencia, pues los santos se sabían tan poca cosa, tan prescindibles en los planes que la Providencia tenía para su Iglesia, que no necesitaban buscar circunloquios que limaran las aristas de la verdad. Tenían tal confianza en Dios, y en la asistencia que procura a su Iglesia, que no se les ocurría pensar que la conversión de los demás dependiera de sus subterfugios o sus habilidades diplomáticas. Dios sólo pedía que arrojaran la verdad a su paso, sin más; el crecimiento y la cosecha eran cosa de la Providencia.
En nuestro tiempo la conciencia de que Dios asiste a su Iglesia y es la causa eficiente de su conservación parece haber disminuido entre los católicos, incluyendo a sus dirigentes temporales. No es extraño, por lo tanto, que en proporción a esta pérdida de fe la santa insolencia haya ido desapareciendo, y que aquellos que todavía la emplean sean tratados como peligrosos exaltados.
Hoy se gobierna la Iglesia como se gobernaría una institución puramente humana cuya conservación y éxito dependiera exclusivamente de la destreza de sus administradores visibles, y que por lo tanto podría desaparecer por completo al menor paso en falso. De ahí la condescendencia con el mundo, el temor a llamar al pecado por su nombre, el desmantelamiento de la doctrina católica, la obsesión por meter el Evangelio en el molde de las ideologías modernas. Hay que adaptarlo todo al gusto del consumidor, no al gusto de Dios.
Pero no se puede traicionar la naturaleza sin que ésta se vengue. La naturaleza de la Iglesia consiste en la santa insolencia, en la sinceridad sin dobleces, en la pacífica agresividad de la verdad. En cuanto se ha traicionado este carácter impreso por el mismo Dios en la Esposa de Cristo, ¿qué ha pasado? Lo vemos con nuestros propios ojos: las iglesias cada vez más vacías, los sacramentos cada vez menos frecuentados, y el número de católicos, así como las vocaciones sacerdotales, descendiendo cada año. El resultado habla por sí solo.
Sin embargo, el resultado retroalimenta el error para quien no sabe analizarlo. Cuanta más gente abandona la Iglesia, más creen sus dirigentes temporales que hay que adaptarla a la gente para frenar las pérdidas. No se les ocurre pensar que si la gente abandona la Iglesia no es porque no está lo suficientemente adaptada al mundo, sino precisamente porque la están adaptando demasiado; no se les ocurre pensar que para revertir la situación no hay que mostrarse más apocado y tímido, más transigente y acomodaticio, sino al contrario, volver a la santa insolencia de la verdad, al heroico descaro de la fe. Predicar contra el mundo para ganar el mundo, así es como nació la Iglesia, así es como vivió durante dos milenios, y así es como revivirá. Hoy la Iglesia católica predica como si pidiera perdón al mundo; ayer predicaba exigiendo que el mundo pidiera perdón. ¿Qué actitud le ha dado mejores resultados?