Dado que mi nombre --junto con el de otros hermanos y amigos sacerdotes- ha circulado en días pasados por diversos medios, me siento en el deber de ofrecer algunas aclaraciones respecto de nuestras recientes actuaciones públicas. Quiero manifestar algunos criterios que me parecen importantes.
- En ningún momento hemos atacado al Santo Padre. Lo que hemos hecho es dirigirle una súplica filial. Si los medios enemigos de la Iglesia lo han manipulado y tergiversado presentándolo como rebelión contra el Papa, ese es otro problema.
- No estamos dañando ni rompiendo la comunión eclesial. Esta se basa ante todo en la verdad. Por tanto, la rompen quienes atentan contra la verdad católica o la socavan. Una comunión basada en el error es imposible. El hecho mismo de dirigirnos al Papa es un signo de que creemos en su autoridad y en su misión, y también de que queremos colaborar activamente con él en su servicio a la Iglesia universal. Por lo demás, solo hemos hablado cuando numerosas conferencias episcopales y obispos particulares se habían manifestado.
- Hemos actuado siguiendo un derecho y un deber de todo fiel católico, que el mismo Código de Derecho Canónico (canon 212) reconoce, invitando a manifestar al superior legítimo lo que considera incorrecto.
- Si no hemos utilizado los «cauces internos» de la Iglesia --que ciertamente son los normales-- es porque, al ver que diferentes «dubia» de cardenales permanecían sin respuesta, consideramos que menos aún serían tenidas en cuenta las nuestras. Y, por otra parte, dado que la declaración era pública (al parecer, sin haber consultado al episcopado sobre un tema tan grave y trascendente), creímos que también nuestra respuesta debía ser pública.
- Reiteradamente hemos intentado «salvar la proposición del prójimo» (incluso ante los fieles que, desconcertados y escandalizados, nos preguntan). Pero lamentablemente vemos que hay ya demasiados hechos que dificultan salvarla.
- Hemos obedecido, cuando nuestros respectivos obispos han hecho alguna indicación, retirando nuestros nombres como promotores de la petición de firmas.
- Debo confesar con toda honestidad que, aunque intento prestar a dicha Declaración ese «asentimiento interno» que corresponde a todo católico respecto de cualquier documento de la Iglesia, me resulta imposible hacerlo, pues --a pesar de todos los argumentos llenos de malabarismos- no responde a la Sagrada Escritura ni a la Tradición ni al Magisterio multisecular, y creo que socava gravemente los fundamentos de la doctrina moral católica (como, por lo demás, se comprueba en diversas actuaciones supuestamente pastorales que de hecho ya se están dando en la aplicación de la Declaración). No soy frívolo: hay en mí --lo mismo que en multitud de católicos- un conflicto interno entre la obediencia a un documento de la Iglesia, que rompe la continuidad con el Magisterio constante, y la propia conciencia; y no puedo traicionar la voz de Dios que resuena en mi corazón. Hay un «asentimiento interno» a la Revelación y a la enseñanza permanente de la Iglesia.
- No se trata, por tanto, de una actitud «ultraconservadora» o «integrista», sino simplemente de ser fieles, de amor a la Iglesia. No es la postura de algunos exaltados extremistas, sino de la gran masa de los católicos: ahí están los posicionamientos de los obispos africanos (prácticamente ¡todo un continente!, y por cierto el más floreciente en número de bautismos y vocaciones sacerdotales y consagradas; más aún, un continente con multitud de mártires, como estamos viendo --por ejemplo- en Nigeria), de otras conferencias episcopales, de varios obispos, sacerdotes y laicos. Y está la mayoría silenciosa --obispos, sacerdotes, laicos- que no está de acuerdo con el documento --me consta en numerosos casos-, pero no habla, precisamente por no dar la impresión de ir contra el Papa.
- En esta postura hay también un acto de amor a las personas con tendencia homosexual --conozco y acompaño algunas de ellas- que luchan cada día por vivir en castidad. Y un acto de confianza en la Gracia que sana, libera, redime y capacita para vivir en plenitud el plan de Dios.
«¡Ay de los que llaman bien al mal y mal al bien!» (Isaías 5,20)
Julio Alonso Ampuero