¿Prometes a mi y a mis Sucesores filial respeto y obediencia?
(Pontificale Romanum. De Ordinatione Episcopi, presbyterorum et diaconorum, editio typica altera , Typis Polyglottis Vaticanis 1990)
Sin la fuerza del vínculo del Solemne Voto de obediencia, quienes van a recibir el Sacramento del Orden pronuncian la “promesa” de “filial respeto y obediencia” hacia el propio Ordinario y sus Sucesores. Aunque sea diferente el estatuto teológico entre un Voto y una promesa, es idéntico el compromiso moral totalizador y definitivo, e idéntico el ofrecimiento de la propia voluntad a la voluntad de Otro, a la voluntad Divina, eclesialmente mediata.
En nuestro tiempo, entretejido de relativismo y de modelos democráticos, de autonomismos y liberalismos, parece que sea siempre más incomprensible –cada vez más– una tal promesa de obediencia. Tantas veces se la concibe como una diminutio de la dignidad y de la libertad humana, o como una perseverancia arcaica de formas obsoletas, típicas de una sociedad incapaz de una auténtica emancipación.
Nosotros, que vivimos la obediencia auténtica, sabemos muy bien que no es así. Nunca la obediencia en la Iglesia ha sido contraria a la dignidad y al respeto de la persona y nunca debe concebirse como una substracción de la responsabilidad o como fruto de una alienación.
El Rito utiliza un adjetivo fundamental para la justa comprensión de tal promesa; define la obediencia sólo después de haber añadido el “respeto” y ese adjetivado como “filial”. He aquí la nomenclatura: “Hijo” es un nombre relativo en cualquier expresión idiomática, que implica la relación entre padre y el mismo hijo. Propiamente en este contexto relacional debe entenderse la obediencia, que hemos prometido. Un contexto en el que el padre ha sido llamado a ser verdaderamente padre, y el hijo a reconocer la propia filiación y la belleza de la paternidad, que le ha sido dada. Como ocurre en la misma ley de la naturaleza, nadie elige su propio padre y, por ende, nadie elige sus propios hijos. Así pues, todos hemos sido llamados, padres e hijos, a tener una mirada sobrenatural los unos por los otros, de gran misericordia recíproca y de gran respeto, esto es, capacidad de mirar al otro, teniendo siempre presente el Misterio bueno, que lo ha generado y que siempre últimamente lo constituye. En definitiva, el respeto es simplemente esto: Mirar a alguien teniendo presente a Otro.
Sólo en un concepto de “filial respeto” es posible una auténtica obediencia, que no sea apenas formal o una mera ejecución de las órdenes, sino que sea apasionada, entera, atenta y que pueda producir en sí frutos de conversión e de “vida nueva” en quien la vive.
La promesa es en favor del Ordinario en el momento de la Ordenación y de sus “Sucesores”, porque la Iglesia huye siempre de excesivos personalismos. Tiene como centro la persona, pero no los subjetivismos, que la desatan de la fuerza y de la belleza histórica y teológica de la Institución. También en la Institución, que es de origen divina, permanece el Espíritu. Por su propia naturaleza, la Institución es carismática y lógicamente debe unirnos libremente a ella; en el tiempo (Sucesores) significa poder “permanecer en la verdad”, permanecer en El, presente y operante en su cuerpo vivo que es la Iglesia, en la belleza de la continuidad del tiempo y de los siglos, que nos une sin rupturas a Cristo e a los Apóstoles.
+Mauro Piacenza, Arz. Titular de Vittoriana y Secretario de la Congregación para el Clero