Cuatro candidatos. Cuatro proyectos políticos. Y una sola corona: la presidencia de la República de Chile. El próximo domingo 13 de diciembre, los chilenos acudirán a las urnas para elegir a quien rija sus destinos comunes durante los siguientes cuatro años. Mientras tanto, las calles se tapizan de propaganda, las radios comunican pegajosos jingles y la televisión transmite los malabares y guiños que hacen los aspirantes a la banda presidencial para conquistar el preciado voto. Sin embargo, en medio del derroche de esta «fiesta de la democracia», el elector católico mira perplejo. ¿A quién podrá escoger?
En esta campaña presidencial, es posible distinguir dos batallas. La primera es política, entre la «derecha» y la «izquierda». En representación del Partido Comunista y de las fuerzas alternativas (ecologistas, humanistas, liberacionistas sexuales, etc.) lo hace Jorge Arrate, con un 5% de opciones de triunfo. Por los sectores «progresistas» y descontentos del actual gobierno, pero siempre en la llamada «izquierda», va Marco Enríquez-Ominami, joven diputado de 35 años, hijo del fundador del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionario), actor, a quien se le ha calificado de ser el exponente del «fenómeno Obama» en Chile. Consigue un 19% de apoyo en la encuesta CEP (la de mayor confiablidad del país). Asumiendo la continuidad del actual gobierno de la Concertación (socialistas, radicales y demócratas cristianos), encabezado por Michelle Bachelet, lidera este bloque el ex Presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle, quien obtiene un 26% de adhesión. Y por último, el abanderado de la «centroderecha», Sebastián Piñera, el cual tiene las más altas expectativas de ganar, empinándose al 36% de las preferencias en primera vuelta.
Y hay, sin embargo, una segunda batalla, más escondida pero muchísimo más importante y real. Se trata de la vieja y siempre nueva guerra entre dos visiones del mundo: -la que proviene de la fe católica ortodoxa con el consiguiente respeto al orden natural creado, y -la que proviene de la cosmovisión de los filósofos que han dado a luz el mundo moderno, luego de la Revolución Francesa. Dicho en dos palabras: o Dios existe y el hombre sometiéndose a Él acepta su condición de creatura respetando el orden creado, o el hombre se hace dios y construye una sociedad que, a nivel de principios, declara la completa independencia de la libertad humana y niega, por consiguiente, toda autoridad superior al hombre, sea en el orden intelectual, político o religioso. Reducir este problema a las categorías convencionales de «liberales» y «conservadores» es ya ser prisionero de la trampa dialéctica que guía a la política hoy en día. La verdad no está en la derecha o en la izquierda, ni en un punto medio entre ambas, ni siquiera en el consenso, sino en lo que es.
Teniendo en consideración lo anterior, el voto católico cae en la perplejidad antes aludida. Frei, Enríquez-Ominami y Arrate se disputan entre ellos quién es el verdadero adalid de esta visión progresista liberal de la modernidad. Para tal efecto, y en consecuencia con sus principios, compiten con denuedo por aparecer como más radicales que su rival en la negación del orden natural: si uno ofrece aborto terapéutico, el otro ofrece aborto a todo evento. Si uno se contenta con regular las uniones de hecho, el otro oferta directamente a legalizar el matrimonio homosexual. En fin, una verdadera fiebre por conseguir el sello de herederos de la Ilustración. Por tanto, el católico que adecua su conciencia a la doctrina del Magisterio de la Iglesia, da por descontado votar por alguna de estas perlas. Las opciones se reducen, entonces, a si darle o no el voto al candidato de la centroderecha, Sebastián Piñera.
En contra de Piñera juega el hecho de ser un economista de la escuela de Chicago, de matriz «neoliberal» y que mira los grandes problemas del ser humano desde la ideología economicista (ha amasado limpiamente una fortuna personal de más de USD $ 1.200.000). Además, si bien se dice católico y sus discursos invocan a Dios (cual Obama), en varias iniciativas se aparta de la doctrina de la Iglesia cuando ésta defiende el orden natural. Afirma, por ejemplo, que distribuirá en su eventual gobierno la píldora del día después, porque dice que ha llegado a la «íntima convicción» que no es abortiva –como si se tratase de convicciones íntimas y no de que hay en juego la vida de un ser humano. En cuanto a las uniones de hecho, dice que si bien él es partidario del matrimonio entre un hombre y una mujer y trabajará para que así siga siendo, no obstante está de acuerdo en darle cierto reconocimiento a las parejas homosexuales. En fin, a su favor, el candidato cuenta con que no hará tantos destrozos morales en el gobierno como sus contrincantes, dicho de otra manera, respetará más el orden natural con todo lo que ello conlleva. Otro punto a favor, es que al fin desalojará a un conglomerado de partidos que ha gobernado con más criterios ideológicos que perspectivas de bien común. Y por último, detrás de Piñera subirá al gobierno un equipo de excelentes profesionales, con vocación de servicio al país. Que Dios nos escuche y el diablo se haga el sordo.
¿Qué elegirá un católico y todo hombre de buena voluntad ante esto? Es claro que Piñera no representa a quien sea católico consecuente con respeto del orden natural. Pero tampoco es tan liberal. De hecho, se opone al aborto en cualquiera de sus formas, es sobrino de un arzobispo emérito y parece que va a Misa. Así y todo, en este punto las buenas opiniones están divididas y cuesta ver con claridad, en este asunto tan concreto, dónde está la «sana doctrina». Relato lo que hay.
Para algunos, sería moralmente ilícito votar por Piñera, porque con nuestro voto estaríamos cooperando al mal. Y es que no se vota por un candidato, sino por un programa; y si en ese programa se atenta contra un bien fundamental, todo el resto quedaría viciado, contaminado (algo así como «el bien se da por la integridad de las causas, y el mal por cualquier defecto»).
Otros dicen que no, que sería lícito votar por el abanderado de la llamada «centroderecha», porque lo que se está eligiendo no es su programa en razón de lo ilícito sino en aquello de bueno que tiene (por ejemplo, combatir grandes males como la pobreza y la delincuencia, etc.). Y agregan que votar nulo o blanco significaría eventualmente permanecer impávidos ante una amenaza mucho mayor, como sería una casi segura despenalización del aborto, una legalización del homomonio, etc.
Y hay un tercer grupo que, admitiendo que no hay ilicitud en votar por Piñera, ellos sin embargo no lo apoyarán con el sufragio por el argumento de «la confusión de los buenos». Este argumento consiste en que si los católicos ortodoxos apoyan a un candidato que claramente no los quiere, es casi cierto que al segundo año de gobierno los desalojará de la administración, y se quedará con aquellos afines a su gusto (en su mayoría liberales orgullosos de serlo), desplazando la balanza hacia el progresismo. En este caso, los católicos verdaderos habremos perdido para siempre la posibilidad de levantar una candidatura que verdaderamente nos represente, porque el juego para la opinión pública en las próximas elecciones de 2013 estará circunscrito no ya entre «liberales» y «conservadores», sino entre progresistas rematados y no tan rematados. Algo así como sucede hoy en España.
Como se ve, el tema no está fácil. En las tres posiciones hay gente de excelente formación, plenamente de acuerdo en los principios de la moral natural y católica, pero divididos en este asunto concreto. Lo cierto es que el 13 de diciembre son fatalmente las elecciones. Y de aquí a ese día, ojalá se nos haya ocurrido a los católicos rezar mucho a la Virgen del Carmen para que nos auxilie, y a la vez, para que obispos y laicos podamos hacer ver a Sebastián Piñera el gran bien que constituye para nuestro país la defensa firme del orden natural, especialmente de la familia como núcleo de la sociedad.