Ya se ha hecho silencio. La destrucción de la vida armenia en Nagorno-Karabaj, cuya historia milenaria ha terminado este año, ya no es noticia para ninguna cadena de televisión ni de radio. En general, los corresponsales de los grandes medios internacionales se han olvidado de ella. No quedan enviados especiales -los pocos que hubo- dando cuenta de lo que allí sucede. Las fotografías de las calles vacías de Stepanakert circulan en las redes sociales gracias al esfuerzo de periodistas independientes y de agencias de noticias pequeñas y especializadas. En los circuitos globales de circulación de la información, los armenios de Artsaj antes interesaban poco y ahora ya no interesan nada de nada.
Tampoco puede decirse que los organismos internacionales hayan hecho gran cosa. Las Naciones Unidas enviaron una pequeña misión cuando la limpieza étnica del territorio estaba prácticamente consumada. Así, lejos de imponer límites a Azerbaiyán, legitimaron su actuación dando la impresión de que había cierto control internacional. Durante los más de diez meses que los armenios sufrieron de hambre, frío, falta de medicinas y de combustible, cortes eléctricos y de conexión a internet, la mayor parte de los organismos internacionales callaron o elevaron protestas carentes de acción alguna. El «deeply concerned» ya se ha vuelto una fórmula irónica para describir la jerigonza de la Unión Europea cuando no piensa hacer nada más que preocuparse.
De los 120 000 armenios que vivían en Artsaj, apenas quedan 40. No hay errata alguna en la cifra: quedan cuarenta. En menos de un mes, se ha perpetrado el desplazamiento forzoso de más de cien mil personas ante los ojos de Occidente, cuyos gobiernos suelen enarbolar la bandera de los derechos humanos. Ahora esos gobiernos tienen sobre sí el peso de su inacción, de su silencio y de su cobardía. Esa carga los acompañará mucho tiempo. Les será muy difícil a los gobiernos europeos alzar la voz por otros pueblos cuando contemplaron con los brazos caídos el asedio y la expulsión de los armenios de Karabaj. La «diplomacia del caviar» y los intereses energéticos se han impuesto. Ahora todas las demás minorías saben a qué atenerse y lo que les cabe esperar de los organismos de derechos humanos.
Azerbaiyán invirtió mucho dinero en material bélico y en relaciones públicas. Desde Israel a los Estados Unidos y desde Bruselas a Moscú, los hombres de Aliyev se ocuparon de que todos tuviesen algo que ganar junto a Azerbaiyán y nada que perder con el fin de los armenios. No reconoceré a esos hombres habilidad alguna: con dinero, energía y poder cualquiera podría hacerlo. A Azerbaiyán le ha resultado fácil golpear a un pueblo famélico, mal armado y privado casi por completo de apoyos internacionales. No hay mérito alguno en pegar a una persona atada. Sin aquel armamento, sin aquellos apoyos en la comunidad internacional, Bakú hubiera fracasado. No ha habido nada heroico ni memorable en la limpieza étnica de Artsaj salvo la propia resistencia de los armenios del territorio.
Ahora se ha hecho silencio. Hay más de 100.000 armenios de Karabaj en la República de Armenia que lo han perdido todo. Azerbaiyán no pierde oportunidad de amenazar con ampliar las hostilidades contra Armenia. Bakú ambiciona unir la República Autónoma de Najichevan con el resto de Azerbaiyán a costa del territorio armenio. La República Islámica de Irán ya ha advertido que no lo consentirá. A todo el mundo -entiéndase, a todos los gobiernos importantes del mundo- les preocupa lo que haga Teherán, pero a nadie parece interesarle lo que trame Bakú ni, naturalmente, lo que les termine pasando a los armenios.
Sería injusto pretender que los armenios fueron como ovejas al matadero. Donde pudieron luchar, lucharon. Llevan así más de un siglo. No me corresponde a mí decir qué deberían haber hecho ni cómo deben actuar ahora, pero sí puedo contar su historia, uno de cuyos capítulos más terribles se ha desarrollado en los últimos dos años sin que las democracias del mundo impidiesen lo que Aliyev ha terminado perpetrando.
Publicado originalmente en El Imparcial