Para aquellos que lo alientan y defienden, el multiculturalismo es la convivencia estable, pacífica y sostenible entre dos o más culturas bajo un mismo gobierno. Yo no tendría ningún problema en aceptar esa palabra y su definición si se limitara a nombrar y describir un ideal, una aspiración, un sueño; pero como algunos insisten en hacernos creer en su realidad, me veo obligado a decir la verdad: no existe, no ha existido, no existirá jamás el multiculturalismo tal como ellos lo imaginan.
Lo que se designa con ese nombre no es un estado, sino el intervalo, la transición de un estado a otro. Las culturas son como los organismos: éstos buscan perpetuarse, y para ello se ven obligados a invadir o repeler a los demás organismos. El más vigoroso expulsará al más débil, o lo someterá a su dominio, o lo matara, asimilando sus nutrientes para fortalecerse. Lo mismo sucede con las culturas; una debe imponerse, la otra debe apartarse, someterse o morir. Es una ley de la naturaleza que se cumple igualmente en el organismo animal como en el político o social.
Por eso no existe ni puede existir el multiculturalismo como hecho estable. Lo que se describe con ese nombre es en realidad la coexistencia momentánea de dos o más culturas durante el proceso en que la más fuerte fagocita a las más débiles.
Evidentemente el proceso lleva su tiempo, sobre todo cuando hay cierta igualdad de fuerzas entre las diferentes culturas. Durante ese tiempo, los hombres simples sólo ven a dos culturas conviviendo, como un ignorante sólo vería a un lobo y un cordero conviviendo momentos antes de que el primero se abalance sobre el segundo y lo despedace. El hombre reflexivo, en cambio, no se deja engañar por las apariencias, sino que deduce lo que pasará analizando la naturaleza del lobo y el cordero, y tomando como referencia lo que pasó ayer y lo que ha pasado siempre.
La historia no deja lugar a dudas: la coexistencia entre dos o más culturas bajo un mismo gobierno es un fenómeno fugaz, precario, sin ninguna estabilidad, que para el historiador imparcial evidencia su condición de mero lapso. ¿Cuántas veces se ha dicho que cristianos, moros y judíos convivieron pacíficamente en la Península Ibérica durante gran parte de la Edad Media? Sin embargo, nada es menos cierto. La tensión era continua, y la coexistencia sólo fue posible porque una de esas culturas, la cristiana, era la preponderante y dominaba a las otras dos. En cuanto los musulmanes y los judíos, siguiendo la naturaleza de toda cultura, quisieron imponerse sobre la dominante, fueron expulsados.
¿Qué fue, pues, aquel multiculturalismo? Una cohabitación forzada mientras se decidía la victoria. Aquellos que vivieron durante ese intervalo pudieron creer que era un estado fijo y duradero, pero para nosotros, desde la perspectiva que nos otorga el tiempo, no es más que un momento entre la Reconquista y la Expulsión de los judíos y moriscos.
Lo que presenciamos hoy en Occidente, y más concretamente en algunas zonas de Europa como Francia y España, no es la convivencia estable, pacífica y sostenible entre la cultura cristiana y la musulmana, sino los prolegómenos de una conquista. Europa ha abandonado su principio constituyente y animador, el cristianismo, pensando que podría sustituirlo con ideologías, que es precisamente como sustituir columnas de mármol por cañas de junco; en consecuencia, el «organismo» europeo se ha debilitado y ha perdido todo su vigor, y el musulmán aprovecha ese debilitamiento para imponerse a costa de nuestra extinción.
Entendámonos, pues: si alguien, por ejemplo, quiere llamar «multiculturalismo» a los acontecimientos que tuvieron lugar en el Imperio Romano a finales del siglo IV y principios del siglo V, no seré yo quien se lo impida, con tal de que me permita llamar a esos mismos acontecimientos, como se ha hecho siempre, Invasión de los Bárbaros y Caída del Imperio Romano.
Lo mismo sucede con los acontecimientos de este principio del siglo XXI. Si alguien quiere llamar «multiculturalismo» al asentamiento del Islam en Europa, al aumento de delitos que ha propiciado, a la guerra abierta contra nuestra cultura, a los saqueos, a las violaciones, a la barbarie, no seré yo quien se lo prohíba. Tan sólo me reservo el derecho a llamar a todo eso «invasión» y «conquista», y a pronosticar que los historiadores lo llamarán muy pronto, si no le ponemos remedio, «Caída de Occidente». Los demás pueden seguir pensando que el lobo convive con el cordero.