En nuestra última columna comentábamos cómo el actual gobierno busca impartir una educación sexual a nuestros niños que al menos puede considerarse polémica, sobre todo porque parte de la premisa que la formación que le entregan sus propios padres es discriminatoria. En consecuencia, el Estado sería el encargado de arreglar tan lamentable situación, lo que hace recordar el discurso de una ministra española del actual gobierno de ese país, en que señalaba sin sonrojarse que los hijos “son del Estado”, no de los padres.
De esta manera y siguiendo el mismo derrotero de otros países del primer mundo, Chile ha iniciado una senda que busca mostrar y despertar la sexualidad en los niños desde edades muy tempranas, en que esta faceta se encuentra más bien dormida, teóricamente en su propio beneficio. Y es esto lo que llama más la atención: ¿cuál es el interés por despertar y de esa manera tan violenta la sexualidad en nuestros niños e incentivarla luego? ¿Es que se han estudiado los efectos que produce en su personalidad una –por llamarla de alguna forma– “educación” semejante? Ello, además, debido a que muchas de las conductas que se les “enseñan” (y que por respeto al lector no mencionamos), eran consideradas hasta hace poco –y siguen siéndolo hoy por vastos sectores– sencillamente corrupción de menores.
Sin embargo y aunque no se diga, ya existen algunos estudios elaborados en otros países que nos llevan la delantera en esta “educación”, que lejos de mostrar los supuestos beneficios de estas políticas, revelan datos perturbadores e insospechados.
Lo anterior no debiera llamar la atención, pues es evidente que un cambio tan drástico en la concepción de la sexualidad en nuestros niños y jóvenes (que sin exagerar, terminan siendo “educados” con auténtica pornografía), hará que sus propias conductas cambien en este ámbito. Y uno de los efectos más importantes es que acaben considerando como normales conductas que antes eran sancionadas, y con razón.
Es así como de acuerdo con un estudio de la fundación española Anar, realizado entre los años 2008 y 2019, la principal consecuencia es que se produce un cambio en el tipo de abusador (o depredador) sexual de los menores, que ya no es, como tradicionalmente era, sobre todo algún familiar cercano: hoy se suman los propios compañeros, tanto del mismo curso como de cursos superiores, y en algunos casos incluso algún hermano mayor. Curiosamente, no se quiere hablar de “abuso” cuando el victimario ha sido otro menor.
De este modo, se añade otro problema más a la ya complicada convivencia escolar, no sólo por existir un notable aumento de estos abusos, además de sus autores, sino también porque la víctima puede demorar en darse cuenta de que está siendo abusada, fruto del acostumbramiento mencionado.
Lo anterior no es de extrañar: si se ha acostumbrado a los menores a tolerar niveles tan altos de sexualización, se corre el riesgo que tomen por normales conductas abusivas, sin darse cuenta de su condición de víctimas y de la agresión que sufren. Así las cosas, podría decirse que “el plato está servido”, tanto para otros menores como para adultos, con lo cual se están abriendo las puertas de par en par para la legitimación de la pedofilia.
Por tanto, ¿quién puede estar realmente interesado en que se imparta esta formación?
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el diario El Sur de Concepción. El autor es Doctor en Derecho y profesor de filosofía del derecho en la Universidad San Sebastián.