En la semana que los antiguos consideraban la Hebdomada maior (Semana mayor), los cristianos celebramos el núcleo de nuestra fe y de nuestra salvación. Mucho se ha escrito acerca de los misterios que se celebran cultualmente en estos días tan santos, y que dan sentido y razón de ser a nuestra vida mística, pues ellos nos colocan en las altas cimas del espíritu. Con mi modesto escrito simplemente quiero reflexionar sobre un aspecto que, con frecuencia, pasa desapercibido: el papel concreto que representan las mujeres en la hora tenebrarum de la pasión y muerte del Señor, en donde la historia se repliega sobre sí misma en un solo punto espacio-temporal ―los instantes del Gólgota―, para ulteriormente desplegarse de modo realmente trascendente con la resurrección del Rey victorioso y Caudillo inmortal.
Si leemos los Santos Evangelios, podemos fácilmente constatar que todos los sujetos que contribuyen de forma activa en la cruelísima muerte de Jesucristo son hombres. De surcroit, en esta hora de la verdad ―siempre es la hora de la prueba―, Cristo también experimenta, por parte de sus estimados discípulos y amigos, defecciones y desafecciones, prevaricaciones, desconfianzas e, incluso, falta de fe. De esta manera, Cristo, camino del Calvario, no sólo se ve ultrajado por sus enemigos, sino también abandonado por sus amigos varones. Asimismo, constituye un hecho objetivo que Jesús, en el transcurso de su pasión y muerte dolorosísima, únicamente recibe auxilio y consuelo de las mujeres, a excepción de cuatro hombres: Juan, el discípulo amado; el Cirineo ―desconocemos si ayuda a portar la cruz de buena o mala gana―; y, finalmente, José de Arimatea y Nicodemo, que desclavan y bajan su cuerpo para colocarlo en el sepulcro. En definitiva, no tenemos constancia alguna en los Evangelios de mujer alguna participando activamente en la condena de Jesús o huyendo de su lado, movida por el pánico o la incredulidad. A mi entender, si meditamos acerca de esta cuestión, podremos entender mejor, por una parte, los sentimientos de Cristo y, por otra, la actitud tan delicada y exquisita que Él siempre tuvo con las mujeres. Cabe decir que, en esta ocasión, no tendré en cuenta a la Virgen María, ya que ella merece un tratamiento especial, no como una mujer más, sino como la que es bendita entre todas las mujeres por ser Madre del Amor Hermoso.
La primera mujer que deseo contemplar aquí es Claudia Prócula, esposa de Poncio Pilatos. No supone un absurdo pensar que el corazón de la esposa del prefecto de Judea recibe la luz de la fe para defender, como justo, a Aquel que los judíos desean crucificar, reclamando, al mismo tiempo, el indulto del asesino Barrabás. No sin razón, la Iglesia oriental y la etíope la veneran como santa. Es humanamente incomprensible que una pagana romana, que no espera al Mesías, y que con toda seguridad desconfía de los judíos, de forma espontánea y a raíz de una experiencia onírica, defienda a un judío repudiado por su propio pueblo. Parece verosímil, pues, que Dios haya iluminado a esta mujer para interceder ―aunque sin éxito― por Jesús, en el momento en que Pilatos debe enfrentarse al delirium tremens de aquella turba alterada y vociferante: «¡Crucifícalo, crucifícalo!» (Lc 23, 21). Pilatos, que debía ser un hombre con una cierta sensatez, seguramente considera en un primer momento el valioso consejo de Claudia, pero después, abatido por su propia cobardía, termina cediendo a las exigencias de aquella masa de perturbados deicidas.
En otra oportunidad, nos encontramos con las llamadas Mujeres de Jerusalén. Al mismo tiempo que los hombres mantienen una actitud vergonzosa ―unos callando, otros participando de las ofensas proferidas contra el Señor―, estas valientes mujeres se compadecen públicamente de Jesús con sus piadosas lágrimas. Mas Jesucristo, olvidándose de su propio dolor, termina consolándolas a ellas, pidiéndoles que reserven estas lágrimas para ellas y sus propios hijos, pensando en los sufrimientos que posteriormente les sobrevendrán.
Por otra parte, aunque no aparezca en los Evangelios, podríamos decir que existió, según una venerable tradición, una compasiva mujer judía que secó el sudor y la sangre de la sagrada frente de Jesús. Esta mujer, llamada Verónica, aproximándose a Jesús ante la multitud, demuestra igualmente un gran valor, movida por la fuerza del amor y la compasión. Sin embargo, resulta más probable que dicho personaje sea simbólico, aunque esto no quiera decir que no sea real. Como es bien sabido, Verónica significa, en su etimología greco-latina compuesta, verdadera imagen (vera-eikon). Aunque ella fuera sólo un símbolo, no dejaría de ser real ―como he dicho―, puesto que la imagen de la faz de Cristo se ha manifestado a lo largo de toda la historia, por ejemplo, en cada madre cristiana que ha sacrificado la vida por sus hijos o les ha trasmitido el precioso tesoro de la fe, y también en cada mujer virtuosa que ha dulcificado este mundo salvaje con su amor y ternura; en verdad, todas estas mujeres han sido verónicas, o sea, verdaderas imágenes de Cristo.
En último término, Jesucristo, clavado en la Cruz, cuando baja la mirada, puede observar a un grupo de mujeres que lo acompañan y le procuran algún consuelo en ese momento tan humillante como escandaloso. Estas mujeres del Calvario demuestran, además de valor, gran fidelidad al Divino Maestro. En este caso, debido a la vergonzosa ausencia de los verdaderos apóstoles, ellas, rodeando la Cruz del Redentor, ejercen, de algún modo, una función que, en efecto, podemos calificar de apostólica. Ellas, pues, se manifiestan como perfectas cristianas, porque, abrazando la Cruz, hacen de ella un signo que marcará por siempre su alma. En este sentido, podemos decir que, en la intimidad de aquellas santas mujeres, se cumple aquello que el padre Odo Casel enseña en su espléndida obra Mysterium des Kreuzes (Misterio de la Cruz): «La Cruz se ha convertido en emblema de triunfo del Kyrios. Proclama durante toda la eternidad que la gloria de Cristo no es algo externo, pasajero y mundano, sino que es algo completamente puro y divino. Por eso también la señal de la Cruz queda impresa para siempre en nuestra alma. Pero ya no es áspera ni sangrienta, sino que es la llave que nos abre la íntima felicidad de Dios. Sólo el sello de la Cruz abre los misterios de Dios»[i].
Probablemente, a causa de la fidelidad que demuestran estas mujeres en el Calvario, Jesús quiere que sean ellas las primeras en experimentar el hecho histórico de su gloriosa resurrección. Los apóstoles también verán al Resucitado en orden a la salvación del género humano y por el bien común de la Iglesia, pero no sin recibir alguna reprensión por parte del Señor a causa de su infidelidad e incredulidad manifiestas. De entre estas últimas mujeres, destaca María Magdalena. Ella es la primera a quien se le apareció Jesús Resucitado; en un primer momento, piensa que Él es el hortelano de la zona, y, en cierta medida, lo es, pues acaba sembrando en su corazón la semilla de la fe y de la virtud. Cuando la Magdalena lo reconoce, Jesús le dice que no le toque; de hecho, a ella no le hace falta, pues le es suficiente la fe. ¡Qué diferencia con el apóstol Tomás! Éste necesitará introducir la mano en la herida del costado y los dedos dentro de las heridas de los clavos... Por la fidelidad y amor de María Magdalena, ésta recibe una misión muy elevada, la de ser apóstola de los apóstoles (apostolorum apostola), como el propio santo Tomás de Aquino la define analógicamente y como otros autores posteriores, v. g. san Vicente Ferrer, también lo harán (apostolessa dels apòstols): «Aquí hay que notar un triple privilegio que se ha conferido a Magdalena. Primero, ciertamente, el profético, por el hecho de que mereció ver a los ángeles; en efecto, el profeta es un mediador entre los ángeles y el pueblo. Segundo, la cumbre de los ángeles, por el hecho de que vio a Cristo, hacia quien deseaban mirar los ángeles. Tercero, el oficio apostólico, pues fue hecha apóstola de los apóstoles [apostolorum apostola], por el hecho de que se le encarga a ella que anuncie a los discípulos la resurrección del Señor, de modo que así como una mujer anunció primero a un varón palabras de muerte, así también una mujer anunciara primero palabras de vida»[ii].
Es cierto que Jesucristo, cuando instituyó el Colegio apostólico y el sacerdocio, reservó éste únicamente a los hombres, siendo ésta una verdad inalterable que forma parte de la Tradición ininterrumpida de la Iglesia, lo cual conviene recordar en los presentes tiempos de confusión doctrinal. Ahora bien, por todo lo que hemos dicho y por todo aquello que podemos seguir leyendo en otros pasajes evangélicos, es sobradamente evidente que Cristo tenía una cierta predilección por las mujeres, como queda particularmente manifiesto en el momento de la pasión, muerte y resurrección. Dicha predilección por ellas no fue por el mero hecho de ser mujeres, sino en razón de su fidelidad en la hora de la ignominia. Ellas, pese a la Cruz, es decir, pese al fracaso aparente del Maestro, mantuvieron íntegramente la fe y la esperanza en Él. Ahora bien, dicho lo cual, debemos admitir que se produce un fenómeno misterioso, que suscita una serie de cuestionamientos: ¿Por qué fueron ellas y no ellos los que se mantuvieron firmes en la fe? ¿Por qué hoy en día todavía son las mujeres, en general, las más fieles a Cristo y a su Iglesia? ¿Cómo es que, en la mayoría de templos, la ausencia de hombres es tan clamorosa? Pienso que alguna cualidad especial deben tener las mujeres de Dios ―pensemos especialmente en tantas madres― para que Él las haya tratado con tanto amor. Como dijo el poeta José María Pemán, «¿Qué sabemos nosotros cuál gana más batallas: / la madre que se queda o el hijo que se va? / ¿Qué sabemos nosotros del peso de las cosas / que Dios mide en sus altas balanzas de cristal?»[iii].
Mn. Jaime Mercant Simó
Notas
[i] Odo Casel, Misterio de la Cruz, Madrid: Ediciones Guadarrama, 1961, p. 155.
[ii] Thomas Aquinas, Super Io., cap. 20, l. 3: «Ubi notandum est triplex privilegium, quod Magdalenae est collatum. Primo quidem propheticum, per hoc quod meruit Angelos videre: propheta enim est medius inter Angelos et populum. Secundo Angelorum fastigium, per hoc quod vidit Christum, in quem desiderant Angeli prospicere. Tertio officium apostolicum, immo facta est apostolorum apostola, per hoc quod ei committitur ut resurrectionem dominicam discipulis annuntiet: ut sicut mulier viro primo nuntiavit verba mortis, ita et mulier primo nuntiaret verba vitae».
[iii] José María Pemán, «Poema de la Bestia y el Ángel: Madres», en José María Pemán, Obras completas: Poesía, Madrid-Buenos Aires-Cádiz: Escelicer, 1947, vol. I, p. 1020.