¿Cómo es posible que el hombre que «todo lo hizo bien» fuera arrojado fuera de la ciudad y eliminado como un malvado, blasfemo e injusto? Al revivir estos días aquellos hechos descubrimos con estupor que, siendo como somos, también nosotros hubiéramos condenado a Jesús, convirtiéndonos por eso en responsables de su muerte, quedando remitidos al perdón que Dios nos ofrece en la resurrección de su Hijo. La contemplación de la pasión de Jesús puede invitar al ateísmo: ¿dónde está Dios que tolera la injusticia?, o bien llevarnos a la conversión y confesión: Dios estaba compartiendo nuestra muerte y respondiendo a nuestra injusticia, ofreciéndonos la justicia y la santidad de su Hijo.
La pasión de Jesús es un hecho, algo que ocurrió; un escándalo, porque un justo es eliminado por dos tribunales, el resultado de una decisión de las autoridades judías y romanas para las que Jesús no encaja en la realidad previa existente, eliminando su persona; un signo, el ajusticiado no responde a la violencia con violencia sino con amor y perdón; un misterio, ya que Dios está implicado en la muerte de este justo para la vida de todos los justos.
La muerte de Jesús fue el resultado de una traición a la amistad: la de Judas, pero también la del resto de los discípulos y apóstoles que en la dificultad huyen, la del pueblo que pasa del entusiasmo a pedir la crucifixión; una traición a la historia por parte de las autoridades judías, que no reconocen al Mesías largamente esperado; una traición a la justicia, hecha por Pilato, cuyo escepticismo reproduce el drama de un mundo que pretende acoger la verdad en la medida que sea domesticada; traición de quienes negamos y abandonamos la verdad y la justicia debidas a los pobres, que son el lugar concreto donde permanece Jesús.
La divina paradoja consiste en que lo que quieren quitarle, él lo da anticipadamente por voluntad propia: «a mí nadie me quita la vida, soy yo el que la entrega voluntariamente». Frente a la omnino oblivisci provocada por el pathos de la angustia; ajeno al ocultamiento o voluntad de huir, olvidando su identidad y misión; por encima de los acontecimientos históricos, Jesús sabe que está llevando a cabo el plan del Padre de entregar al Hijo por la salvación del mundo, convirtiéndose desde entonces la Cruz de Jesucristo en la clave del perdón de nuestros pecados y de la necesaria actitud de agradecimiento.
En las palabras dirigidas a los soldados que van a detenerle: «si me buscáis a mí, dejar marchar a estos», se manifiesta la intención última que Jesús da a su muerte. Jesús interpreta y anticipa su muerte dándose a sí mismo para la vida del mundo, adentrándonos así en la intención redentora de su muerte, en la muerte vicaria y sustitutoria de Jesucristo: él es el justo entregado a la muerte para que los que merecemos la perdición seamos salvados; universaliza su muerte como don de la vida, como el lugar de la manifestación de Dios como perdón y justificación del pecador, a la vez que como desenmascaramiento del pecado: donde estaba el pecado, destruyendo la relación del hombre con Dios, Jesús va a poner su sangre para destruir ese pecado, es decir, su vida para que nosotros tengamos vida.
La pasión es un acontecimiento del pasado que pervive y es contemporáneo del hombre. La relación del hombre con Dios no está determinada por el tiempo, sino que se trata de una relación con alguien que perteneciendo a la eternidad es inmediato a cada hombre por su sacrificio redentor. Mientras un solo hombre peregrine, su obra está por concluir. Mientras dure la historia no ha consumado su misión, y nuestra tarea consistirá en revivirla para identificarnos con sus frutos: la paz y el perdón.
Roberto Esteban Duque