Antes de las vacaciones comencé a esbozar pequeños retratos de los doce Apóstoles. Los Apóstoles eran compañeros de camino de Jesús, amigos de Jesús, y su camino con Jesús no era sólo un camino exterior, desde Galilea hasta Jerusalén, sino un camino interior, en el que aprendieron la fe en Jesucristo, no sin dificultad, pues eran hombres como nosotros. Pero precisamente por eso, porque eran compañeros de camino de Jesús, amigos de Jesús que en un camino no fácil aprendieron la fe, son también para nosotros guías que nos ayudan a conocer a Jesucristo, a amarlo y a tener fe en él.
Ya he hablado de cuatro de los doce Apóstoles: de Simón Pedro, de su hermano Andrés, de Santiago, el hermano de Juan, y del otro Santiago, llamado «el Menor», el cual escribió una carta que forma parte del Nuevo Testamento. Y comencé a hablar de san Juan evangelista, exponiendo en la última catequesis antes de las vacaciones los datos esenciales que trazan las fisonomía de este Apóstol. Ahora quisiera centrar la atención en el contenido de su enseñanza. Los escritos de los que quiero hablar hoy son el Evangelio y las cartas que llevan su nombre.
Un tema característico de los escritos de san Juan es el amor. Por esta razón decidí comenzar mi primera carta encíclica con las palabras de este Apóstol: «Dios es amor (Deus caritas est) y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). Es muy difícil encontrar textos semejantes en otras religiones. Por tanto, esas expresiones nos sitúan ante un dato realmente peculiar del cristianismo.
Ciertamente, Juan no es el único autor de los orígenes cristianos que habla del amor. Dado que el amor es un elemento esencial del cristianismo, todos los escritores del Nuevo Testamento hablan de él, aunque con diversos matices. Pero, si ahora nos detenemos a reflexionar sobre este tema en san Juan, es porque trazó con insistencia y de manera incisiva sus líneas principales. Así pues, reflexionaremos sobre sus palabras.
Desde luego, una cosa es segura: san Juan no hace un tratado abstracto, filosófico, o incluso teológico, sobre lo que es el amor. No, él no es un teórico. En efecto, el verdadero amor, por su naturaleza, nunca es puramente especulativo, sino que hace referencia directa, concreta y verificable, a personas reales. Pues bien, san Juan, como Apóstol y amigo de Jesús, nos muestra cuáles son los componentes, o mejor, las fases del amor cristiano, un movimiento caracterizado por tres momentos.
El primero atañe a la Fuente misma del amor, que el Apóstol sitúa en Dios, llegando a afirmar, como hemos escuchado, que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8. 16). Juan es el único autor del Nuevo Testamento que nos da una especie de definición de Dios. Dice, por ejemplo, que «Dios es Espíritu» (Jn 4, 24) o que «Dios es luz» (1 Jn 1, 5). Aquí proclama con profunda intuición que «Dios es amor». Conviene notar que no afirma simplemente que «Dios ama» y mucho menos que «el amor es Dios». En otras palabras, Juan no se limita a describir la actividad divina, sino que va hasta sus raíces.
Además, no quiere atribuir una cualidad divina a un amor genérico y quizá impersonal; no sube desde el amor hasta Dios, sino que va directamente a Dios, para definir su naturaleza con la dimensión infinita del amor. De esta forma san Juan quiere decir que el elemento esencial constitutivo de Dios es el amor y, por tanto, que toda la actividad de Dios nace del amor y está marcada por el amor: todo lo que hace Dios, lo hace por amor y con amor, aunque no siempre podamos entender inmediatamente que eso es amor, el verdadero amor.
Ahora bien, al llegar a este punto, es indispensable dar un paso más y precisar que Dios ha demostrado concretamente su amor al entrar en la historia humana mediante la persona de Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros. Este es el segundo momento constitutivo del amor de Dios. No se limitó a declaraciones orales, sino que –podemos decir– se comprometió de verdad y «pagó» personalmente. Como escribe precisamente san Juan, «tanto amó Dios al mundo, –a todos nosotros– que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16). Así, el amor de Dios a los hombres se hace concreto y se manifiesta en el amor de Jesús mismo.
San Juan escribe también: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). En virtud de este amor oblativo y total, nosotros hemos sido radicalmente rescatados del pecado, como escribe asimismo san Juan: «Hijos míos, (...) si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1 Jn 2, 1-2; cf. 1 Jn 1, 7).
El amor de Jesús por nosotros ha llegado hasta el derramamiento de su sangre por nuestra salvación. El cristiano, al contemplar este «exceso» de amor, no puede por menos de preguntarse cuál ha de ser su respuesta. Y creo que cada uno de nosotros debe preguntárselo siempre de nuevo.
Esta pregunta nos introduce en el tercer momento de la dinámica del amor: al ser destinatarios de un amor que nos precede y supera, estamos llamados al compromiso de una respuesta activa, que para ser adecuada ha de ser una respuesta de amor. San Juan habla de un «mandamiento». En efecto, refiere estas palabras de Jesús: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34).
¿Dónde está la novedad a la que se refiere Jesús? Radica en el hecho de que él no se contenta con repetir lo que ya había exigido el Antiguo Testamento y que leemos también en los otros Evangelios: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 18; cf. Mt 22, 37-39; Mc 12, 29-31; Lc 10, 27). En el mandamiento antiguo el criterio normativo estaba tomado del hombre («como a ti mismo»), mientras que, en el mandamiento referido por san Juan, Jesús presenta como motivo y norma de nuestro amor su misma persona: «Como yo os he amado».
Así el amor resulta de verdad cristiano, llevando en sí la novedad del cristianismo, tanto en el sentido de que debe dirigirse a todos sin distinciones, como especialmente en el sentido de que debe llegar hasta sus últimas consecuencias, pues no tiene otra medida que el no tener medida.
Las palabras de Jesús «como yo os he amado» nos invitan y a la vez nos inquietan; son una meta cristológica que puede parecer inalcanzable, pero al mismo tiempo son un estímulo que no nos permite contentarnos con lo que ya hemos realizado. No nos permite contentarnos con lo que somos, sino que nos impulsa a seguir caminando hacia esa meta.
Ese áureo texto de espiritualidad que es el librito de la tardía Edad Media titulado La imitación de Cristo escribe al respecto: «El amor noble de Jesús nos anima a hacer grandes cosas, y mueve a desear siempre lo más perfecto. El amor quiere estar en lo más alto, y no ser detenido por ninguna cosa baja. El amor quiere ser libre, y ajeno de toda afición mundana (...), porque el amor nació de Dios, y no puede aquietarse con todo lo criado, sino con el mismo Dios. El que ama, vuela, corre y se alegra, es libre y no embarazado. Todo lo da por todo; y todo lo tiene en todo; porque descansa en un Sumo Bien sobre todas las cosas, del cual mana y procede todo bien» (libro III, cap. 5).
¿Qué mejor comentario del «mandamiento nuevo», del que habla san Juan? Pidamos al Padre que lo vivamos, aunque sea siempre de modo imperfecto, tan intensamente que contagiemos a las personas con quienes nos encontramos en nuestro camino.
Roma, miércoles 9 de agosto de 2006