El amor matrimonial es comunicación del amor que Dios nos tiene, hasta el punto de que podemos decir con verdad que cuando dos cónyuges se aman, ese amor proviene de Dios y es participación de su amor. El matrimonio encierra un misterio tan grande, que se le puede comparar al amor de Cristo por los hombres (v. 32). Y si luego consideramos que el amor de Cristo a la humanidad es a la vez reflejo del amor entre el Padre y el Hijo, «como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros» (Jn 15,9), comprenderemos por qué el dar y el recibir en el matrimonio es una imagen e incluso una participación del amor que existe en Dios. El matrimonio, don del Dios creador, refleja algo de lo que en el ser de Dios es de una profundidad insondable: dar y amar, perderse en el otro y ser absorbido por él.
La jerarquía esposo-esposa se funda directamente en la jerarquía Cristo-Iglesia, y por tanto va a ser una jerarquía de servicio: «se entregó a sí mismo por ella» (v. 25). Este es el principio fundamental que regula la vida de la familia: la entrega total, la donación de sí mismo. Se pide al marido amar a su mujer (v. 25,28,33), porque «el que ama a su mujer, a sí mismo se ama» (v. 28), cuidando de ella (v. 29), siendo cada uno invitado a vivir para el otro en recíproca sumisión, en el respeto y amor mutuo (v. 21).
En este texto se ve cómo, aun admitiendo el marco de una relación jerarquizada entre el hombre y la mujer, la exhortación se dirige esencialmente a los deberes de aquél que en esta relación está en posición dominante: de trece versículos, tres se dedican al deber de sumisión de la esposa y diez a los deberes del marido, llamado a inspirarse en el ejemplo de Cristo para mejor amar y ayudar a su mujer. En el seno de una estructura jerárquica y de un esquema de subordinación, se ve aparecer otro esquema que transforma el sentido del primero. El cariño entre ambos se hace tan profundo que desaparece toda posibilidad de ruptura y división. La superioridad se transforma en entrega (v. 25), atención concreta (v. 29), reconocimiento del otro (v. 33); en pocas palabras se transforma en amor (v. 25). Lo que desde luego no es posible es entender esta exhortación como una autorización para vivir la relación conyugal como una relación de poder o fuerza dejada al capricho de quien está en posición dominante, sino que se trata de modalidades diferentes de un único amor26.
Y es que el comportamiento de los cónyuges y su compromiso de amor es signo del amor entre Cristo y su Iglesia (vv. 25-30, 33), recibiendo del bautismo el matrimonio cristiano su valor propio (v. 26). En el v. 28 se dice al marido que debe amar a su mujer como a su propio cuerpo. Hay que entender esto no en el significado del amor natural al propio cuerpo, sino en el sentido que sólo un amor debe servir de norma al esposo cristiano: el amor de Cristo a su Iglesia. En efecto, si la Iglesia es el cuerpo de Cristo, su propia carne, y es amada por el esposo divino en cuanto tal, la esposa cristiana, imagen viva de la Iglesia, es el cuerpo vivo de su marido, su propia carne, y con este título debe ser amada de su marido. El amor que Cristo tiene a su Iglesia vuelve sobre Él, lo mismo que el amor con que el marido ama a su esposa vuelve sobre él.
La realidad fundamental de la que aquí se trata es el amor divino hacia nosotros: un dar y un recibir entre Cristo y la humanidad. En este texto se aprende que amarse en el matrimonio no es cualquier cosa, amarse desde la fe cristiana es amarse con el mismo amor total con que Cristo ama a su Iglesia, es decir con una relación de servicio y entrega, donde no sólo se compromete la inteligencia o la voluntad, sino la persona entera. El amor matrimonial es comunicación del amor que Dios nos tiene, hasta el punto de que podemos decir con verdad que cuando dos cónyuges se aman, ese amor proviene de Dios y es participación de su amor. El matrimonio encierra un misterio tan grande, que se le puede comparar al amor de Cristo por los hombres (v. 32). Y si luego consideramos que el amor de Cristo a la humanidad es a la vez reflejo del amor entre el Padre y el Hijo, «como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros» (Jn 15,9), comprenderemos por qué el dar y el recibir en el matrimonio es una imagen e incluso una participación del amor que existe en Dios. El matrimonio, don del Dios creador, refleja algo de lo que en el ser de Dios es de una profundidad insondable: dar y amar, perderse en el otro y ser absorbido por él.
Pedro Trevijano