Una de las palabras de moda en los ambientes eclesiales hodiernos es escuchar. Una palabra cargada de connotaciones positivas. Pero que hemos de analizar, no vaya a ser que esconda alguna trampa…
Lo primero que encontramos cuando miramos en la Sagrada Escritura es que normalmente se utiliza este término en el sentido de escuchar a Dios. Sobre la base del primer mandamiento («escucha, Israel»: Dt 6,4), esta es la insistencia: «Escucha, pueblo mío, que voy a hablarte, yo, Dios, tu Dios» (Sal 50,7).
Las páginas de los profetas están llenas de exhortaciones a escuchar la voz de Dios. «Lo que mandé fue esto: Escuchad mi voz» (Jer 7,23). Hasta el punto de que el pecado de Israel consiste radicalmente en no escuchar: «Hemos pecado… nos hemos rebelado… no hemos escuchado a tus siervos los profetas que en tu nombre hablaban… no hemos escuchado la voz de Yahveh nuestro Dios, para seguir sus leyes…» (Dan 9,5-11).
Los salmos contienen las mismas indicaciones, comenzando por el salmo invitatorio: «¡Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón!» (Sal 95,7-8). Recogen el anhelo de Dios: «¡Ojalá me escuchase mi pueblo!» (Sal 81,14). Y también su queja amarga: «Pero mi pueblo no escuchó mi voz» (Sal 81,12).
Es cierto que Dios puede hablar –y habla de hecho- por medio de las personas humanas, por medio de los sucesos y acontecimientos, etc. Dios puede hablarme a través de un incrédulo, de un ateo… de quien sea.
Pero una cosa es clara: Dios, que «no puede engañarse ni engañarnos», no se contradice a sí mismo. No puede decir algo contrario a lo que Él mismo ha afirmado en su Palabra, en la Sagrada Escritura y por medio de la Tradición de la Iglesia y del Magisterio. Los mismos «signos de los tiempos» (o mejor: «signos de Dios en los tiempos») deben ser leídos e interpretados a la luz del Evangelio, sometidos a un discernimiento auténticamente evangélico (GS 4).
Y aquí aparece la trampa. Detrás de la insistencia en escuchar descubrimos que muchas veces no se busca escuchar a Dios, sino al mundo. Se intenta asumir sin más las modas, los gustos o los criterios del mundo, sin confrontarlos críticamente con los del Evangelio. Los problemas del sínodo alemán y de otras situaciones eclesiales parece que van por ahí…
Sin embargo, la Palabra de Dios nos dice claramente: «El mundo pasa con sus concupiscencias; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre» (1Jn 2,17).
¿No estamos ante un nuevo caso de ambigüedad e incluso de manipulación del lenguaje? Estaríamos haciendo el juego al maligno, que es por definición el «mentiroso» y el «padre de la mentira»; una mentira que lleva a la muerte, porque él es también el «homicida» (Jn 8,44)…