Dios, Nuestro Señor, nuestro único Señor, en quien vivimos, nos movemos, y existimos (Hch 17, 28), es el fin último del hombre; y, por lo tanto, su exclusiva y verdadera felicidad. Él sabe perfectamente de qué estamos hechos (Sal 103, 14); y que, en nuestro camino al Cielo, entre gemidos y llantos en este valle de lágrimas (cf. Salve Regina), los fugaces momentos felices son un anticipo --aunque lejanísimo- de lo que nos aguarda. Y que, como los niños con las golosinas, siempre le pediremos más…
La euforia futbolera que colma a nuestra Argentina --más en estas horas, con nuestro pase a la final mundialista- recorre, sin solución de continuidad, las últimas décadas nacionales. Y es algo que, contra todos los augurios, no nos pueden robar quienes, con diferentes signos, se alternan en el desgobierno. Sí, somos futboleros hasta lo más hondo de nuestro ser. Pero, como les aclaré a mis hijos de la parroquia, desde el comienzo de esta Copa en Qatar, «con el único Mesías, que murió y resucitó por nosotros, somos todos campeones del mundo, desde hace 2000 años». Bienvenidas sean las victorias en la cancha; todas ellas, de cualquier modo, deben recordarnos que el principal Partido, contra el pecado, y su precio, la muerte, lo ganó por goleada Cristo Jesús. ¿Será por ello que, aun en medio de la ignorancia, y hasta el analfabetismo religioso, algunos hinchas les dan a los festejos cierto tinte de ritual, con alusiones explícitas a la Trascendencia?
Como rosarino, desde niño --aunque patadura- juego y sigo al fútbol con indisimulada alegría. Jugué con mis compañeros en el Colegio Sagrado Corazón de Jesús, de Rosario; bajo la atenta mirada del inolvidable padre Domingo Cuasante. En mi adolescencia, como hincha de Newell’s Old Boys, con los muchachos del barrio, jugábamos a la pelota en la plaza del Foro, frente a los Tribunales, a metros de la cancha rojinegra; y en cualquier potrero a nuestro alcance. Como aficionado y periodista, disfruté de los campeonatos que obtuvimos con la Lepra. Y no puedo evitar la emoción cuando recuerdo que mi papá, Leoncio, newellista de pura cepa, falleció en Rosario, el 8 de junio de 1987; a días del nacimiento, en nuestra ciudad, de Lionel Messi. Lejísimo de mí, entonces, el querer empañar sus triunfos, y sus evidentes méritos. Pero ante tanta explosión de desmesura rayana, en casos, con la insolencia y hasta la blasfemia, es mi deber de sacerdote recordar que «Mesías hay uno solo, y Messi es uno de sus salvados»; como titulé un artículo de octubre de 2017, y que se incluye en mi último libro «¿Y Jesús, para cuándo?
He visto que el propio Messi se muestra incómodo cuando buscan llamarlo «Dios»; y que, por el contrario, insiste en que todo su talento es obra del Padre providente. Debemos recordar, de cualquier modo, los dos primeros Mandamientos: Amar a Dios sobre todas las cosas, y No tomar su santo nombre en vano (Ex 20, 1-7).
Dije, también, hace cinco años, en parecidas circunstancias, tras la clasificación para Rusia 2018: «Estoy absolutamente convencido de aquello tan sabio de mens sana in corpore sano. Creo, con firmeza, que a través de los partidos podemos cultivar valores importantísimos como el esfuerzo, el sacrificio, la perseverancia, el trabajo en equipo, y la solidaridad. Compruebo, permanentemente, que en una sociedad narcotizada por el prohibido prohibir, y su suicida empecinamiento en terminar con todos los límites, los propios límites de una cancha y las reglas del juego imponen barreras que no pueden traspasarse. Y que, lejos de ser obstáculos, son garantía de crecimiento individual y colectivo; de respeto por los demás, y de reconocimiento sereno de las propias limitaciones: el atleta no recibe el premio si no lucha de acuerdo con las reglas (2 Tm 2, 5)».
Podemos seguir leyendo a San Pablo, y notar con qué pasión relaciona al deporte con la vida cristiana: ¿No saben que en el estadio todos corren, pero uno solo gana el premio? Corran, entonces, de manera que lo ganen. Los atletas se privan de todo, y lo hacen para obtener una corona que se marchita; nosotros, en cambio, por una corona incorruptible (1 Cor 9, 24 -- 25). Y en Filipenses 3, 13, enfatiza: Olvidándome del camino recorrido, me lanzo hacia adelante y corro en dirección a la meta, para alcanzar el premio del llamado celestial que Dios me ha hecho en Cristo Jesús. Y en 2 Tm 4, 7 -- 8: He peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe. Y ya está preparada para mí la corona de justicia, que el Señor, como justo Juez, me dará en ese Día.
Me ha impactado la actuación de Croacia, en este Campeonato; no solo por su buen fútbol, sino sobre todo por la fe de su equipo. Es digno de todo elogio que en la concentración se hayan celebrado Misas, con sacerdotes llegados desde su país; en medio de las restricciones para el culto católico, por parte de los musulmanes. ¿Veremos alguna vez esto en una concentración argentina? ¿Sigue habiendo Capellán en el Seleccionado nacional? ¿La capilla del predio de Ezeiza --donde entrena nuestro combinado, y que fuera dotada en su hora por la esposa de un extinto presidente de la Asociación del Fútbol Argentino- continúa en funcionamiento; o fue arrasada por el «controlavirus»; que terminó, también, con otras capillas, por ejemplo, de hospitales?
Desde Don Bosco en adelante, miles de sacerdotes, han apelado al fútbol, y a otros deportes, para evangelizar. Un servidor, incluso, como cura de «periferia», en más de una ocasión armó picados entre jóvenes misioneros, y chicos de nuestros barrios pobres; claro está, con catequesis, y hamburguesas o choripanes, incluidos… ¡Cómo no añorar, también, aquellos partidos que, con mi rojinegra camiseta, jugaba con los papás de mis monaguillos antes de la «plandemia»…!
Surgen, asimismo, otros interrogantes: ¿Podremos lograr que nuestros jóvenes se enamoren de Cristo, como lo hacen de deportistas, músicos y otros ídolos? ¿Estamos enseñando convenientemente los bienes arduos; aquellos que demandan sacrificios y renuncias importantes, por el Bien mayor? ¿Será acaso que, por presentar un pretendido Jesús «cercano», rebajamos o directamente liquidamos sus exigencias? ¿No ha llegado la hora de mostrar, con contundencia, que el Señor nos quiere héroes y santos? ¿No debemos multiplicar nuestros esfuerzos para enseñar la clara distinción entre lo sagrado, y lo profano?
Messi, todos los jugadores, el resto de los argentinos, y todos los creyentes debemos ganar el partido más importante de nuestra vida: la glorificación de Dios, y la salvación de nuestras almas. Que en estas horas se hable, por ejemplo, de los entrenamientos duros, del trabajo en equipo, y de la importancia del esfuerzo individual, en favor del conjunto, debe servirnos para preguntarnos por qué no hacemos lo propio en nuestra vida de todos los días; habituados, como estamos, en clave discepoleana, a vivir de los demás, y a instalarnos en la holgazanería, el estudio y el trabajo cortos, y los pretextos largos…
El fixture del Mundial hizo que solo pudiese ver el partido frente a Croacia. De los demás, por caer en sábado, o en días laborables, de intensa misión, solo pude ver los goles, con posterioridad. En el horario de algunos de ellos, estuve junto a los niños de catequesis, sus padres, y abuelos, de rodillas ante el Santísimo Sacramento. Y, por supuesto, ni de lejos se me ocurrió postergar la Adoración y las Misas. Uno de mis monaguillos, que tomó la Primera Comunión el pasado 8 de Diciembre, en la solemnidad del Inmaculado Corazón de María, me dijo al concluir: «Padre, escuché los gritos y supe que Argentina estaba ganando. Nosotros estábamos junto a Jesús; y esa fue nuestra mayor Victoria»… Así es, Nahuel. Lo dijiste con la precisión de un gran teólogo, y la inocencia y pureza de los niños. Sí, hay que elegir la mejor parte, que no nos será quitada (cf. Lc 10, 42).
+ Pater Christian Viña
Cambaceres, miércoles 14 de diciembre de 2022.
Memoria de San Juan de la Cruz, presbítero y doctor de la Iglesia.-