¿Por qué tanta gente vive como si Dios no existiera? Antes que eso: ¿Por qué hablamos tan poco entre nosotros sobre espiritualidad? Los análisis varían: Unos proponen que se debe a la influencia del materialismo y a nuestra apuesta total por «el progreso», otros prefieren atribuirlo a la filosofía de la sospecha que popularizaron pensadores como Marx, Nietzsche y Freud, y al proceso de secularización de Europa que comenzó en el siglo XVIII. Todo esto es influyente, por supuesto, pero observando nuestras circunstancias, veo que en nuestra generación hay un obstáculo todavía anterior a estas dificultades, algo más evidente y prosaico, quizá, pero también más decisivo: que estamos muy distraídos.
Nos fascinan los adelantos tecnológicos: se nos van los ojos al último Iphone, a los coches de Tesla, nos intriga el Metaverso; nos llenamos la cabeza con reels y stories; leemos noticias que nos alarman y después leemos otras que las desmienten; las notificaciones del teléfono nos interrumpen a cada rato… ¿Pero cuándo nos damos un tiempo largo para concentrarnos en una cosa y pensar?
Vamos a ver, te propongo un breve test: ¿Cuándo fue la última vez que saliste al monte para contemplar la naturaleza?, ¿o simplemente al jardín para admirar la luna y las estrellas, y te detuviste a meditar sobre nuestra relevancia en el universo? Una pregunta más seria: ¿Hace cuánto tiempo que no te sientas a saborear una cucharada de dulce de leche para soñar con el cielo?
Recuerdo, a propósito de distracciones, un pasaje de ese librito fantástico de C.S. Lewis, titulado «Las cartas del diablo a su sobrino». Seguro que lo has leído. Trata de Escrutopo, un demonio viejo y astuto, que va dando consejos a su sobrino Orugario sobre el cuidado que debe poner para orientar a su paciente hacia el infierno. La parte que más me gusta es una anécdota que cuenta Escrutopo en la primera carta: dice que tuvo una vez un paciente, un intelectual ateo, que solía leer en la Biblioteca del Museo Británico. Un día, estaba el hombre leyendo, cuando sus pensamientos empezaron a tomar un mal camino. Escrutopo se alarmó, pues se dio cuenta de que su labor de veinte años comenzaba a tambalearse, así que decidió atacar, claro que no con argumentos, pues despertar la razón podía conducir las cosas hacia resultados imprevisibles, sino que simplemente recordó a su paciente que había llegado la hora de comer. Frente a eso, el Enemigo contraatacó diciendo que ese pensamiento era mucho más importante que la comida. El diablo replicó: «Exacto: de hecho, demasiado importante como para abordarlo a última hora de la mañana». En ese momento, la cara del paciente se iluminó y salió a la calle. Ahora ese hombre está a salvo –concluye Escrutopo–, en la casa del Padre de las profundidades.
El bombardeo de estímulos al que estamos sometidos nos encadena a la superficie de la realidad y así nos perdemos muchas alegrías que provienen del mundo espiritual. Nos cuesta reflexionar y profundizar en las cosas. Para enfrentarnos a la pregunta de si creer o no creer en Dios, es fundamental poder disponer de tiempos de silencio y reflexión; es una lástima que lo estamos perdiendo.
Nuestra generación está cada vez más desorientada, más llena de dudas sobre el sentido de la vida y con importantes dificultades para conservar vínculos sanos y fuertes con la familia, con la patria y con Dios. Pero, ¿con qué frecuencia nos hemos detenido a reflexionar sobre estos temas, o a conversarlo entre nosotros?
Como le gusta decir a Victor Küppers: «Lo más importante es que lo más importante sea lo más importante». Pienso que es hora de que enfrentemos más seriamente el tema: necesitamos recuperar la capacidad de concentración, ordenar los horarios de cada día para poder dar más espacio a nuestro mundo interior. Una vez que tengamos la cabeza más despejada, podremos descubrir nuevas posibilidades que nos ofrece el mundo del espíritu. Esto es básico para acercarse y disfrutar de la presencia de Dios en el mundo; con esta sensibilidad, sabremos valorar lo espiritual: la música celestial que emiten los astros (como creían oír los pitagóricos), la vida que mueve las plantas y los animales, el arte que nos pone en contacto con la belleza; nos maravillaremos con la dignidad de ese magnífico ejemplar de la Creación que es el hombre, un gracioso animal con alma inmortal; y valoraremos nuestra vocación de amigos de Dios.
Abrirse a la dimensión espiritual del mundo, interesarse por ella, conversar sobre ella, habitar en ella, son pasos importantísimos que nos acercan a la verdad. ¿Conoces a alguien que no termina de creer en Dios? No te inquietes mucho, quizá solo está distraído.