En varias Cartas de San Pablo, hacia el final del texto, antes de los saludos y de la despedida, el Apóstol consigna algunas breves indicaciones u órdenes. En la Primera Carta a los Tesalonicenses encontramos un versículo que contiene sólo dos palabras: «oren incesantemente» (adialeiptōs proseuchesthe, 1 Tes 5, 17). En otra Carta aparece el mismo tema: se trata de perseverar con constancia, con toda constancia (Ef 6,18) en la oración y en la súplica en todo tiempo, velando, con el espíritu alerta. También en la Carta a los Romanos exhorta a insistir en la oración (Rom 12, 12). Podemos pensar que, según la espiritualidad paulina, el cristiano ha de encontrarse en una especie de cara a cara con Dios, bajo la acción del Espíritu Santo, que inspira esta oración.
Pero cómo puede ser esto, ¿cómo se compagina ese estado con la acción ordinaria, con las múltiples ocupaciones de la vida? La dificultad ha sido abordada diversamente por los Padres de la Iglesia en sus sermones, cartas, o en sus tratados «Sobre la oración» (Perí eujès). Por otra parte, contamos con una instrucción directa de Jesús, que forma parte del Sermón de la Montaña: orar en secreto, en el propio cuarto (Mt 6, 6), con la puerta cerrada, a solas con el Padre, que ve en lo secreto, y sin palabrería (Mt 6, 7). En este contexto Jesús transmite la fórmula por excelencia de la oración cristiana, el Padrenuestro. Según el Evangelio de Lucas, la redacción del Padrenuestro es más breve, y va precedida de la indicación: «cuando oren, digan…» (Lc 1, 2). La perseverancia o insistencia en la oración es ilustrada mediante la parábola del amigo importuno, que consigue lo que pretende gracias a esa molesta insistencia (Lc. 11, 8).
Si la oración, de acuerdo con la etimología (de os-oris, boca) es concebida sin más como vocal, como rezo, el problema no tiene solución; es imposible que sea incesante, la pausa sería necesaria para respirar en algún momento. La inteligencia se pone en ejercicio, obviamente al orar, a no ser que la oración se produzca «en lenguas», como un balbuceo que excluye el concepto y sólo conserva una atención general a Dios. Aún así, es difícil sostener que pueda ser incesante, sine intermissione (1 Tes 5,17).
San Agustín se planteó agudamente el problema: ¿cómo es posible orar sin cesar? ¿Qué sentido hemos de otorgar a la exhortación u orden del Apóstol? El Obispo de Hipona trata ampliamente de la oración en su Carta a la matrona Proba; ese texto es su Tratado sobre oración, en el que toma en cuenta el intento de Orígenes en su Perí eujès. La respuesta implica un tránsito de la inteligencia a la voluntad, del verbo al deseo. Corresponde, ante todo, afirmar que para Agustín la oración no es una ocupación lateral, sino el ejercicio de lo esencial en la vida cristiana. Lo continuo, lo incesante es el deseo, pero el contenido es la vida teologal. Oramos por la fe, la esperanza y la caridad, sustancia de la relación del cristiano con Dios; no sólo actos sino hábitos sobrenaturales que llenan el deseo del hombre, lo continuo es el deseo, el deseo de Dios expresado con toda el alma mediante la fe (conocimiento de amor), la esperanza (expectación del Cielo) y la caridad, la agápē por la que se cumple el primer Mandamiento (benevolencia, amistad con quien es el Creador y el Redentor). La fórmula agustiniana reza: fide, spe et caritate, semper oramus, continuato desiderio; «por la fe, a la esperanza y la caridad, con el deseo continuo, estamos orando siempre». El semper equivale al adialeiptōs proseuchesthe de 1 Tes 5, 17. Vale también por la insistencia del amigo importuno (Lc 11, 8); y por el otro término que expresa la Carta a los Romanos 12, 12 el mismo sentimiento, la misma actitud que es persistir, proskarterountes.
La tradición occidental destaca especialmente la centralidad del Padrenuestro. El discípulo que pide ser instruido en la oración (enséñanos, didaxon, Lc. 11, 1) interviene al contemplar a Jesús que ha terminado de hablar con el Padre y hace una pausa, y alude a la enseñanza del Bautista a sus discípulos. En los dos casos, la súplica a Jesús y el ejemplo de Juan, hay una referencia al discipulado. No me parece arbitrario deducir que aprender a orar, enseñar a orar, constituye un rasgo central del discipulado. Históricamente ha sido así en toda época, lo cual nos permite identificar escuelas de oración. Y tal preocupación y actividad valen para hoy, cuando la Iglesia se dispersa en ocupaciones variadísimas, intentando satisfacer las necesidades del hombre en el mundo complejo en que vivimos. ¡Que no descuide enseñar a la gente a orar, a dirigirse a Dios! El Padrenuestro es introducido como la manera adecuada del trato con quien ya sabe qué necesitamos (Mt. 6, 9), con el que da el Espíritu Santo (Lc. 11, 13): «ustedes oren así» (Mt. 6, 9); «cuando oren, digan» (Lc. 11, 1). Esta circunstancia explica que los tratados sobre la oración incluyan, por lo general, un comentario al Padrenuestro.
La tradición oriental también ha procurado resolver la cuestión de la oración incesante. Me limito a la respuesta que se halla en los «Relatos de un peregrino ruso a su padre espiritual». El peregrino lleva en su morral una Biblia, un ejemplar de la Filocalia de los Padres Népticos, y un trozo de pan duro. Filocalia es «amor a la Belleza», una colección de textos espirituales que señalan el camino para el encuentro con Dios. La oración se pronuncia con los labios, pero el ideal que se busca es que descienda al corazón. Es la oración que por su carácter incesante acaba acompasándose a los latidos del corazón. Se la llama, precisamente, oración del corazón. La fórmula es una especie de Kyrie eleison: «Señor, ten piedad», que ha de repetirse con palabras hasta que sea posible prescindir de ellas porque ya no se la necesita. Existe una versión más plena: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, apiádate de mí, pecador». Destaco el valor teológico de esta plegaria. La primera parte, la invocación del Nombre de Jesús, es un acto de fe en la Trinidad, y de adoración de la misma; Jesucristo (Jesús Mesías) es el Hijo, el Verbo Encarnado. La segunda parte, la súplica de perdón, implica la profesión de fe en el misterio de la Redención. Jesús es quien perdona los pecados del mundo en virtud de su sacrificio expiatorio. «Yo, pecador», declara quien ora; este gesto de humildad equivale a ponerse totalmente en manos del Señor.
Sin exagerar, se puede sostener que toda la revelación cristiana se resume en la «oración del corazón». Encontramos en esta actualización de la oración incesante lo que análogamente podemos reconocer en la repetición del Padrenuestro: «ustedes oren así...» La difusión de este modo de hablar descoloca la complejidad, muchas veces de sabor racionalista, que en los últimos siglos ha afectado a la espiritualidad católica.
¿Cómo debe la Iglesia hablar de Dios en la cultura actual? Antes del cómo está el hecho, la necesidad de que la Iglesia Católica hable de Dios. En mi opinión no lo hace –digamos, al menos– suficientemente. La abruma la preocupación por las penosas situaciones que afligen a los hombres, esta preocupación la lleva a ocuparse prioritariamente de estas cuestiones. ¿Quién hablará a los hombres de Dios y del destino eterno que les aguarda? ¿Nuestros hermanos cristianos de las Iglesias Evangélicas? Aquí, en la Argentina lo hacen, se hacen oír en los medios de comunicación. No veo que sea esa una actividad en la que se empeñe el clero católico, comenzando por el Episcopado. Me permito recurrir a un argumento simplista: habría que pensar que los graves problemas personales, familiares y sociales podrían ser iluminados y orientados desde Dios y la sabiduría expresada en la ley natural y los mandamientos de la Torá hebrea; asumidos y profundizados por Jesús en el Sermón de la Montaña. Y no se debe ignorar la necesidad de la gracia, no sólo para encaminarse a la salvación eterna, sino para estar en condiciones de vivir de acuerdo con la auténtica dignidad humana. En la Sagrada Escritura, concretamente en el Antiguo Testamento (en los libros históricos, en las terribles críticas y amenazas de los Profetas, en el ideal de vida personal y comunitaria propuestos en los Libros Sapienciales) aparece bien claro que el alejamiento de Dios, y el olvido de su primacía indiscutible, son la causa principal de la desorientación y el extravío de los pueblos. En su magnífica obra de Jesús de Nazaret, Benedicto XVI ha escrito mejor que yo lo que he deseado explicar en los últimos párrafos: «Sólo al partir de Dios se puede comprender al hombre, y sólo si él vive en relación con Dios, su vida llega a ser justa. Pero Dios no es un lejano desconocido... Si ser hombre significa esencialmente relación con Dios, es claro entonces que el hablar con Dios y el escuchar a Dios forma parte de esa relación».
El asunto que he tratado no reduce su importancia y centralidad al lugar que ha de ocupar en la doctrina ascética y mística, sino que resulta de máxima actualidad e interés pastoral. Volver a introducir el problema de Dios en la cultura secularizada que lo excluye, o le atribuye un mínimo valor individualístico. Basta una referencia concreta acerca de la virtualidad pastoral y misionera de la difusión del Padrenuestro. El hombre de hoy no es capaz de advertir espontáneamente la riqueza y la consolación que se encierran en la apelación de Padre, dirigida a Dios. En el orden humano, con la alteración de la estructura natural de la familia, la experiencia del padre o ha desaparecido casi por completo, o es manifiestamente insuficiente. Han de valorarse en este contexto, como muy positivos, los «Rosarios de Hombres», que se vienen rezando en distintas partes del mundo -como lo hicimos, por ejemplo, el último sábado 8, en Buenos Aires, y en diversas ciudades del planeta-; y que tienen, entre sus objetivos, el rescate de la figura del varón, y de la auténtica masculinidad. La plena superación del ateísmo (sea este afirmado con énfasis militante, o simplemente identificado con el olvido y la inadvertencia acerca de la existencia del Creador) sólo queda asegurada cuando se reconoce a Dios como Padre, y se aprende a llamarlo así.
+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).
Buenos Aires, martes 11 de octubre de 2022.-