Lo decía el Quijote en una confidencia a su escudero Sancho, cuando le advertía que no es cualquier cosa la libertad como regalo, como compromiso, aunque ello te obligue a pagar un alto precio: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres». Bella y precisa indicación de enorme actualidad como un aviso a los que navegamos.
Es una tendencia comprobada en la larga historia de los pueblos. Cuando alguien discrepa se le suele etiquetar, se le descalifica, se le persigue o incluso se le elimina. Han sido muchas las épocas en las que este proceso censurador se ha llevado a cabo. Incluso dentro de la comunidad cristiana se ha podido entender mal la defensa de la verdad aplicando medidas inquisitoriales a los que se separaban de ella. Pero la libertad es algo irrenunciable y por eso no renunciamos, aunque haya algunos que se retuerzan y vengan a contarnos lo que las consignas les imponen cada vez que se encuentran con una palabra libre de quienes discrepamos. Lo afirmó con fuerza el Papa Benedicto XVI al decir que la historia moderna enseña que la libertad es auténtica y ayuda a la construcción de una civilización auténticamente humana «sólo cuando está reconciliada con la verdad». Una libertad que impone desde la mentira, desde la injusticia, desde lo que cabe solamente en el elenco de sus pretensiones ideológicas, es una libertad liberticida que conculca totalitariamente los más elementales derechos humanos como es la vida en todos sus tramos. Y así apostillaba el pontífice alemán: «Si se separa de la verdad, la libertad se convierte trágicamente en principio de destrucción de la armonía interior del ser humano, fuente de prevaricación de los fuertes y de los violentos y causa de sufrimiento y de luto».
Por eso, junto a la palabra piadosa de una fiesta religiosa como es el día de la Santina en Covadonga, he querido decir una palabra moral que se deriva de la observación de lo que está sucediendo en esa sociedad en la que soy ciudadano y cuyas derivas políticas no me son indiferentes cuando ejerzo mi derecho al voto en las elecciones, y cuando denuncio moralmente lo que juzgo siniestro para el bien de las personas. Puede que algunos no entiendan la relación entre piedad y moral a la hora de dirigir la palabra desde el púlpito de la Iglesia, que jamás convertimos en una tribuna política. Pero hablar de conflictos bélicos, de crisis económica y de paz social, tiene una derivada en nuestro discurso cristiano: el deseo de que aquellos que tienen en su mano la gestión de la cosa pública, lo hagan de verdad pensando en el bien común de los pueblos.
No es así cuando con dolor uno ve que se aprueban leyes que matan abaratando el aborto de los no nacidos y desprotegiendo a las mujeres más jóvenes desde normativas con desamparo parental frivolizando y promoviendo una maternidad malograda como si no pasase nada. O la eutanasia como un derecho al suicidio desesperado o al homicidio encubierto con los enfermos o ancianos en fase terminal, en lugar de acompañar con cuidados paliativos una vida que es siempre digna hasta el final. Tampoco es así cuando tan burdamente se emplea la mentira impunemente y sin sonrojo al gestionar la gobernanza.
En un espectro plural y democrático, hacer buena política es la bella e importante responsabilidad de quienes pueden incrementar el bien que construye la paz, que fomenta la convivencia desde las legítimas ópticas diferentes que deben ser complementarias. Pero si el objetivo es destruir al contrario haciendo enemigos de los que son simplemente adversarios, entonces la política se enrarece, se pervierte y se hace violenta, con la tendencia totalitaria de querer controlarlo todo y a todos, desde los medios de comunicación hasta los jueces y la Iglesia. Algunos no nos dejamos. Y ellos lo saben. Y porque ladran, cabalgamos… Sancho.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo