En mi charra tierra natal la muerte forma parte de la vida. De un trágico y unamuniano sentimiento vital, si quieren, pero parte insoslayable de una vida digna de entenderse como tal. A la generación que se está marchando se les hace un nudo en el estómago solo con oír hablar de eso del cremar y no se encuentran del todo a gusto en los asépticos y eficaces tanatorios de las afueras. Este ADN tan mortal ha dejado en algunos de nosotros huellas indelebles que, con el paso de los años, componen un cuadro que – a grandes rasgos – da gusto verlo.
Uno de los episodios frecuentes, y contra pronóstico felices, que urden la trama de mi herencia intangible se remonta a la niñez, en torno a la edad del uso de razón, cuando mi madre y mi abuela me empezaron a llevar a hacer la visita a nuestros muertos en el cementerio. La liturgia, que sigo celebrando, ahora ya más de Pascuas a Ramos, comprendía emocionados padrenuestros y avemarías, y sobre todo, una limpieza de las lápidas como Dios manda. Mi madre, mi abuela y alguna que otra tía abuela que venía en la comitiva siempre tenían hueco para, entre tanta aparente desolación, ensanchar la mirada y hacer una discreta y rotunda afirmación de la vida: consistía en apiadarse de las tumbas vecinas, aquellas que nadie visitaba, aquellas que lucían sucias y abandonadas, de las que solo conocíamos nombres, epitafios, fechas y alguna foto de carné de los difuntos. Mi madre fregaba la lápida llena de tierra, mi tía abuela se privaba de alguna flor fresca para su madre y se la colocaba a una madre desconocida, mi abuela extendía los rezos para fueran también por todos los ignorados del cementerio. Me enseñaron así, por la vía de los hechos, una primera forma de compasión cristiana, de esa de la que tan bien habla el profesor Alejandro Rodríguez de la Peña cuando afirma que la verdadera compasión se da con el extraño.
Este fin de semana pasado se me agolparon en el corazón y en la memoria unos cuantos cementerios infantiles y un número indeterminado de vidas ocultas. Fue al sobresaltarme con la nueva matanza de católicos en Nigeria. Lo hice contra la indiferencia y el silencio reinante en algunas parrillas de programación, que prefirieron hace tiempo ocultar la verdadera compasión y darnos a cambio un líquido sucedáneo de solidaridad que apenas nos vincule y comprometa. Lo hice releyendo aquellas palabras que corolan «Vida oculta», la película de Terrence Malick sobre el beato Franz Jagerstatter: «el bien del mundo depende en parte de actos no históricos. El hecho de que a ti y a mí las cosas no nos hayan ido tan mal como pudiera haber sido, se debe, en parte, a aquellos que vivieron fielmente una vida oculta y descansan en tumbas que nadie visita».
Isidro Catela
Publicado originalmente en el Instituto John Henry Newman