La Confesión de Fe, el Credo ratificado por los Padres del Concilio Ecuménico de Nicea, y del de Constantinopla es recitado tres veces solemnemente en la Liturgia Bizantina. La primera de ellas en el primer oficio del día que es el llamado de la Media Noche, la segunda en cada Divina Liturgia y la tercera en el oficio que cierra la jornada, las Completas. Tres veces confiesa la Iglesia su fe en la Trinidad indivisible, y a una voz, resuenan en medio de la Iglesia, las palabras que nos recuerdan que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Está práctica de la Liturgia, se ha traducido en los cánones de oración que recitan los fieles al levantarse y al acostarse de manera que, como en los monasterios, las primeras y últimas palabras del día son las del Credo.
La Iglesia Ortodoxa invita a sus hijos a confesar aquello que ella como Madre les ha enseñado acerca de Dios, les mueve a que sus primeras palabras y pensamientos los dirijan a esa verdadera sabiduría oculta para los sabios de este mundo, centrados únicamente en la ciencia de las cosas sensibles. Es la sabiduría con la que el sacerdote pide que se abran las puertas de Iconostasio antes de profesar la fe en la Divina Liturgia, la sabiduría que abre nuestros labios al amanecer y al anochecer, reconociendo en el Dios Trinidad al Autor de todas las cosas. Así, día tras día, confiesan el Símbolo laicos, sacerdotes, monjas y monjes, con firmeza para no dejarse arrastrar por los errores; con temor por el destino de aquéllos que se separan de está recta Confesión de Fe.
El Símbolo ha alimentado la piedad y sigue alimentándola de miles y miles de personas en todo el mundo. La confesión matutina nos recuerda que toda nuestra vida y todas nuestras acciones, han de estar guiadas por aquello que confesamos con nuestros labios y corazones. Al llegar el último momento antes del sueño, confesamos nuestra fe en la Trinidad en recuerdo de nuestra muerte que un día llegará y nos confiamos tranquilos al sueño, sin temer los espantos nocturnos.
A este respecto decir, como aclaración de esto último, que en el oficio del Funeral, el sacerdote pone en manos del difunto un papel con el Símbolo, como señal de la fe que ha profesado el fiel a lo largo de su vida en el Padre, en el Hijo, en el Espíritu Santo, y sobre todo en esos momentos, en la Resurrección y la vida eterna.
Desde el III Concilio de Toledo, celebrado en mayo del año 589, esta era también la práctica en la Iglesia de España. En dicho Concilio se ratificaron las profesiones de fe ecuménicas de Nicea y Constantinopla. Tanta importancia dieron nuestros antepasados a esta Profesión de Fe de la Iglesia que no podía dejar de afectar a la Liturgia. Se estableció pues que el Símbolo se recitara solemnemente en la Misa, en el momento del rito de la Comunión. Como decía Bruno la semana pasada en su blog: Se proclama la fe en “Jesucristo, su Hijo, nuestro Señor” con el mismo Cristo allí delante, sobre el altar. El Símbolo, no sólo se decía en las Liturgias dominicales, sino los Padres conciliares mandan que se recite en cada Liturgia, “en cualquier día del año o de la semana”.
El floreciente monacato hispánico, vivía con gran fervor la recitación del Símbolo tanto al acostarse como al final de las Horas canónicas. Para ellos era un arma de defensa y con su rezo prestaban contra las herejías presentes en su tiempo. Esta “devoción” del Credo quedaba manifestada en lo que según en el Liber Ordinis se decía a los monjes: “Recibid la Regla de la Fe, el Símbolo, escribidla en vuestro corazón, y decidla secretamente en vuestra alma. Antes de dormir, antes de salir de casa protegeos con el Símbolo de nuestra fe”.
Prácticas de la Iglesia de Oriente y Occidente, oh mejor dicho, prácticas de la Iglesia universal, que más que nunca deberíamos de recuperar en estos tiempos.
Bien sabían aquellos cristianos hispanos que vivían bajo el poder opresivo del Islam lo que suponía esta profesión de fe: el pago de tributos abusivos, la cautividad y la muerte martirial. Bien lo sabían también aquellos que veían como afloraba el error en contra de la Trinidad, a veces de forma sutil.
Deberíamos de recuperar esa costumbre en nuestras devociones particulares. Hacer que fueran esas las primeras y las últimas palabras de cada día de manera que así la Santa e Indivisa Trinidad fuera lo primero y lo último, el alfa y el omega de nuestros días y nuestras vidas.
Nicolás Vera Illan, sacerdote ortodoxo