Fuimos derechos a la iglesia a dar gracias a Dios por la merced recebida, y así como en ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros que se parecían a los de Lela Marién (El Quijote, I, 41). Esta fue la reacción de la encantadora princesa árabe, Zoraida, al contemplar imágenes de la Virgen María en la iglesia de Vélez Málaga, según nos narra Cervantes, a la llegada a tierras peninsulares del cautivo de Argel. La hermosa criatura, conversa, había visto a la Señora, y ahora, con la alegría de verse ya en tierra de cristianos, la reconocía en el arte mariano. Ya no quería Zoraida por nombre, sino María, en honor a Lela Marién.
Todos los tratadistas de la estética, sea cual fuere su concepción sobre el arte y la belleza, han de reconocer que su ciencia se fundamenta en el ser de las cosas. Si no existieran cosas, no se podría hablar de su proporción y armonía, ni de la percepción que de ellas puede tener el ser humano, cuya vista causa fruición contemplativa. Esto son las cosas bellas, según el Aquinate: quae visa placent (S. Th. I, q. 5, a. 4, ad 1). Lo bello se identifica con lo bueno, aunque difieren en su razón, pues lo bueno tiene razón de fin al ser lo que todos apetecen, mientras que lo bello dice relación al entendimiento que se complace en su adecuada proporción. Lo mismo ocurre con lo verdadero, que no es sino el ser en cuanto conocido, así como el bien es el ser en cuanto apetecido. De aquí todos los debates filosóficos en torno a la Belleza como trascendental, y si podría considerarse, como la Verdad y el Bien, un modo general del ser, es decir, si verum, bonum et pulchrum convertuntur.
Independientemente de todo lo anterior, no cabe duda de que es el ser creado-material el que conocemos, amamos, y en cuya belleza descansa nuestro espíritu. Y ese conocimiento, amor y descanso comienza por los sentidos. Por esto, ha sido, es y será siempre la naturaleza ─que incluye al ser humano con las más secretas cámaras de su alma─ fuente de inspiración para la originalidad del artista, así como siempre existió la conciencia de algo más prístino y primitivo, más hondo e insondable, cuyo acceso misterioso sólo podía darse a través del Arte. Quizá, por eso, el gran arquitecto ─con fama de santidad─ Antonio Gaudí dijo: La originalidad consiste en el retorno al origen. Así pues, original es aquello que vuelve a la simplicidad de las primeras soluciones.
Los cristianos sabemos, por Revelación, que una mancilla pútrida se entreteje en todo el universo material y que la intuición y deseo de esa pureza primigenia responde a la misma Creación de Dios, siéndonos vedada, o al menos velada, por la mancha original. Una Creación que fue elevada y perfeccionada por encima de sus exigencias naturales, que fue frustrada y torcida por el pecado de nuestros primeros padres y que encontró reparación inicial en la Redención, a la espera de su total transformación al final de los tiempos. A la luz de esto, la teología conceptualizó cinco estados de la naturaleza en el hombre. Dos hipotéticos que no existieron (la naturaleza pura, sin más; y la naturaleza íntegra, con equilibrio y armonía en todos sus elementos por un don especial) y tres reales (la justicia original de Adán y Eva, con todos sus dones sobrenaturales y preternaturales; la naturaleza caída, despojada de aquellos dones y herida con ignorancia, malicia, debilidad y concupiscencia; y la naturaleza reparada por la gracia, en tensión por sus llagas hacia la plenitud de la gloria).
Las consecuencias de la caída, afectando a toda la naturaleza, se dejan sentir en la percepción artística. Un caso paradigmático es el del luteranismo que, al concebir la corrupción total de la naturaleza, convierte en odiosas las artes más plásticas, desatándose en furia iconoclasta, mientras que aventa la música como cauce ─menos ilegítimo─ de la conciencia religiosa por su carácter etéreo. Enfoque desordenado, sí, aunque con cierto valor, si consideramos lo anterior, pues la música, según el pensamiento de la doctora Hildegarda de Bingen, es el último recuerdo del paraíso perdido. Así las cosas, el artista, consciente o no de ello, va en busca de ese paraíso inmaculado en donde puede asomarse al genuino misterio del hombre y plasmar de tal modo su subcreación que haga patente todo el despliegue de sus potencialidades.
Si los dos estados de la naturaleza que podemos conocer directamente ─y experimentar─ son los dos últimos, he aquí que, sabiéndolo o no, el arquetipo perfecto y acabado del artista es La Inmaculada, que participa de modo único y singular en ellos. Del caído, en causa, pues debía contraer la enfermedad espiritual que jalona toda la historia ─necesitaba redención─; y del reparado, en sus efectos, pues fue concebida en gracia, no permitiendo Dios que el tizne cósmico afectase a su ser ─fue redención preventiva─. Así, María se convirtió en el verdadero paraíso de donde pudiera tomarse la carne del verdadero Adán. Sin dejar de ser una de nosotros, es, a la vez, la más alta expresión de un mundo sin mancilla. Por eso J. R. R. Tolkien no cae en fútil concesión apologética ─por una supuesta traición de sus sentimientos marianos─, sino que asienta una verdad reflexionada, cuando le dice a su buen amigo Robert Murray s.j.: es en Nuestra Señora en quien se funda toda mi escasa percepción de la belleza, tanto en majestad como en simplicidad (Carta 142). Esta es la intención del artista: estampar la majestad de la existencia en la simplicidad de su producción. Y su musa más prístina y original es la Purísima.
La belleza salvará al mundo, dijo en su sentencia archiconocida Dovstoievsky. Y nosotros necesitamos la belleza. En nuestra existencia teñida de miseria y en el claroscuro provocado por el pecado se distingue mejor el brillo de la gracia, así como las disonancias en «el arte de las musas» son necesarias para la resolución de la armonía. Tras la caída, la belleza de que disponemos en el natural participa de este lastre, como el agua que fluye en el valle está infectada si contrajo el mal su manantial. Podrá purificarse, será sana en comparación de la enferma, pero no será nunca la fuente primera. Necesitamos otra belleza sin contaminar. Necesitamos a María. Ella es la que, en este sucio y feo valle de lágrimas que es el destierro del paraíso, nos trae a Jesús. Él toma de Ella naturaleza creada, convertido en el más hermoso de los hijos de los hombres (Sal 45) y Ella quiere vestirnos de esa hermosura, formando a su Hijo en nosotros. Ella es el fanal que guarda la luz de la fe en las almas, enseñándoles a que sean claras y diáfanas, para que el fuego ilumine en toda su pureza áurea, no quedándose tamizado por lo grisáceo de nuestra mezquindad, sino alimentado por la mirada de Cristo, según el deseo del doctor místico: ¡Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados, / que tengo en mis entrañas dibujados! Ella, al fin, es el ejemplar sin mácula que nos preanuncia la obra definitiva de Dios y es, entonces, espejo nunca empañado en el que mirar, ya bajo el velo de la fe, el Alfa y la Omega, el que es, el que era y ha de venir (Ap 1, 8). Ella ya no necesita luz de lámpara o del sol, sino que el Señor Dios irradia luz sobre ella (cf. Ap 22, 5), y esa luz, la divina, la refleja sobre nosotros.
Mirémonos en la Mujer. En la medida en que nuestros rostros se parezcan a los de Lela Marién, como los advirtió en aquel templo la neófita Zoraida, serán pulcros, imagen del pulchrum más acabado y pulido que existe en el universo mundo. Y acabado este siglo, vencidas las oscuras parcas, podremos contemplar aquella Belleza ante la cual todas las demás bellezas palidecen, con la alegría de vernos ya en tierra de cristianos, y entonando la eterna música de acción de gracias a Dios por la merced recebida.
Mayo de 2022.
Rodrigo Menéndez Piñar, pbro.
Publicado originalmente en el Boletín «Covadonga» n.8