Cualquier persona que haya sido formada en la fe cristiana antes de la implantación de la LOGSE eclesial, o lo que es lo mismo, antes de la degradación del sistema educativo asentado en la catequesis de la infancia y la juventud, sabe que la principal misión de la Iglesia es la Evangelización.
Por eso, la Iglesia no solo ha tenido siempre las puertas abiertas a todo el mundo, sino que ha salido activamente al encuentro misionero de los no creyentes y los alejados, para mostrarles la Luz de la Verdad y atraerlos a Cristo, como Camino de Vida y único Salvador.
Cuando se enseñaba la Historia Sagrada y el cuerpo doctrinal recogido en los catecismos, sin descuidar la práctica de la oración que completaba la experiencia sobrenatural, el compromiso de fe brotaba de manera espontánea. Entonces, se aprendía que somos hijos de Dios por el bautismo; que este sacramento, primero y principal, exige la conversión y la profesión de fe.
Desde que el «adoctrinamiento» se dejó en manos de los políticos, que «a tiempo y a destiempo» desarrollan su currículum ideológico, laicista y cristianófobo, mientras que gran parte de la jerarquía eclesiástica actual parece más preocupada por exhibir lazos de sintonía con las nuevas corrientes sociales y culturales, se detecta en muchos católicos un profundo sentimiento de desamparo, bastante desconcierto y no poca confusión.
Lo que tal vez muchos eclesiásticos no sepan es que las expectativas en general tienden a cumplirse, sencillamente porque nuestra actuación se acomoda indefectiblemente a las ideas preconcebidas. Y esto hace que acabe materializándose aquello que imaginábamos, por muy erróneo y desatinado que objetivamente resultara en el principio. Esto es lo que en psicología se llama efecto Pigmalión o profecía autocumplida.
Si estamos convencidos de vivir en una sociedad que no le interesa el discurso teológico, metafísico o trascendente y que va a rechazar de plano toda referencia a lo divino o sagrado, partimos, en efecto, de una predisposición negativa que va a condicionar decisivamente nuestra manera de afrontar la catequización, y por tanto nuestro estilo pastoral. Sobre el supuesto de que únicamente adoptando el leguaje y las formas secularizadas o paganas podemos conectar con el hombre contemporáneo, en realidad, lo que estamos haciendo es contribuir eficazmente a la secularización y paganización del ambiente; incluso del ambiente que un día fue religioso, sumándonos así neciamente al proyecto diseñado por los enemigos de la fe. A Satanás no se le vence con sus propias armas (que, sin duda alguna, las maneja mejor él), sino con las de Dios.
La acogida y el amor incondicional al ser humano, como creatura predilecta de Dios, no le otorga automáticamente la condición de «hijo», si éste se empeña en permanecer inmerso en el pecado y alejado del proyecto divino de salvación. Al banquete nupcial hay que entrar con vestido de fiesta (cf. Mt 22, 1-14). Dar cabida en la Iglesia a las ideologías que atentan contra los principios de la moral cristiana o que promueven una deformación esperpéntica de la naturaleza humana, con el pretexto de que no se puede rechazar a las personas involucradas, a los hombres y mujeres que las defienden o comparten, es una insensatez que nos introduce en el terreno cenagoso de la apostasía. A la Iglesia se entra revestidos de Cristo, es decir, renunciando a todo lo pernicioso o destructivo que hay en este mundo y asumiendo incondicionalmente, en su lugar, los valores del Evangelio.
Difícilmente puede presentarse como tolerante, aperturista, creativo y renovador, la aceptación acrítica de postulados que llevan en germen el debilitamiento, la disolución o directamente la erradicación de la fe. No obstante, para Pigmalión todo es posible. Ni siquiera ha necesitado colarse por la puerta de atrás.
Parece haber encontrado su sitio en la Iglesia sin necesidad de convertirse ni hacer profesión de fe. ¡Con el bien que podía haber hecho, si se hubiera catequizado previamente!