Hay personas que es difícil que dejen indiferentes a aquellos que las conocen. Una de esas ha sido José Antonio Sayés Bermejo. No tengo duda de que conocer al Padre Sayés ha marcado mi vida.
Muchas son las virtudes o bondades que podría destacar del Padre Sayés: su capacidad intelectual, su saber de disfrutar con las cosas pequeñas, de la belleza de la naturaleza, su infancia espiritual, su amistad, su bondad natural… Sin embargo, querría recordar hoy aquella que más me ha impresionado siempre: su amor a la Verdad. Recordar la vida del Padre Sayés es hablar de una vida de amor y servicio a la Verdad.
Su amor a la Verdad le llevó a dedicar su vida al estudio. El P. Sayés es uno de los grandes teólogos del siglo XX, con una amplitud de conocimientos que le llevó a dominar múltiples ámbitos de la teología (la dogmática, la moral, el pecado original, la eucaristía, la escatología, el demonio, …) y de la filosofía. Una de las grandes satisfacciones de su vida fue, sin duda, la posibilidad de colaborar en la elaboración del Catecismo de la Iglesia Católica promulgado por San Juan Pablo II. Fue su amor a la verdad lo que le hacía querer comprenderla mejor, querer entender en profundidad la Verdad de la Fe, no por prurito de saber sino para poder vivirla y transmitirla mejor.
Su amor por la Verdad le llevó a dar razón de la Fe al mundo. Era un tesoro demasiado grande para quedárselo él. De ahí su faceta de autor de libros con el fin de hacer accesible esa Verdad a todos. De ahí su gran vocación docente, una de sus grandes pasiones, con unas capacidades intelectuales y pedagógicas extraordinarias, que le permitían una transmisión de conocimientos con una claridad y sencillez, incluso para las cuestiones más complicadas, al alcance de muy pocos. Un docente al que más bien habría que llamar maestro. También su faceta de apologeta, sus charlas, clases, libros, tenían siempre un fin: ayudar a dar razones de la veracidad y bondad de nuestra Fe. Finalmente, su faceta de divulgador a través de las múltiples conferencias que dio a lo largo de su vida y a las que siempre acudía con interés e ilusión. Sayés quería llegar a todos. Le encantaba el contacto con el hombre de a pie para poder responder y ayudarle con sus dudas o lagunas sobre la Fe.
Fue su amor a la Verdad lo que le llevó a defenderla y a asumir los costes que de ello se pudieran derivar. En tiempos de gran confusión, el P. Sayés no sólo anunció la Verdad, sino que la defendió denunciando los intentos de adulteración por parte de miembros de la Iglesia. Sayés fue una referencia firme y segura para aquellos que querían saber dónde encontrar la Verdad. Esa valentía y arrojo, típicamente navarra, le supusieron en ocasiones incomprensiones y rechazos por parte de compañeros y superiores, pero no le importó. Al P. Sayés le dolía la Verdad y no podía permitir que fuera mancillada, atacada o adulterada.
Ese amor por la Verdad le convirtió en un apóstol que no dudó en dedicar mucho tiempo a los jóvenes, en especial en sus campamentos de verano y retiros espirituales. Un amor por la Verdad que le movía a una fidelidad absoluta a la Iglesia y a su Magisterio donde tenía la certeza que radicaba la Verdad.
Una Verdad que para el P. Sayes no era algo abstracto, sino que se encarnaba en la persona de Jesucristo. De ahí su vocación sacerdotal. Una vocación volcada en llevar a Cristo a la gente a través de los sacramentos, en especial la eucaristía y la confesión. Cuantas veces, tras confesar a alguien, repetía: «¡sólo esta confesión justifica mi vocación!» Porque sabía y experimentaba -- como le gustaba repetir -que Dios perdonaba y, además, borraba todo pecado, y, además, olvidaba todo lo malo que hubiera podido hacer esa persona, y, además, te recreaba, te hacia nuevo.
Ese fue el P. Sayés: un gran teólogo, un maestro, un apologeta, un divulgador, un defensor de la fe, un apóstol, un autor de éxito, un amigo. Un enamorado de la fe, y por eso, un hijo fiel de la Iglesia y sacerdote de Jesucristo.
A muchos nos faltan palabras para dar gracias a Dios por la vida de Jose Antonio Sayés, que seguro está disfrutando ya «de su belleza infinita, de su bondad infinita, de su amor infinito». Por eso, como recientemente ha afirmado Monseñor Munilla recordando al P. Sayés, damos gracias a Dios por habernos dado en su persona «pastores según mi corazón, que los apacentarán con ciencia y prudencia» (Jr 3, 15).