Empieza la Cuaresma. La llamada a la conversión, que ha de ser una contante en la vida del cristiano, se intensifica en estas fechas. Pero algunos llevamos ya muchas cuaresmas, y los proyectos de conversión parece que siempre acaban desvaneciéndose como los buenos propósitos de año nuevo.
Está claro que la conversión es una gracia, un don de Dios, como nos muestra el relato de Zaqueo; lo que nos ayuda a huir de todo pelagianismo, pero, en tanto que proceso de transformación personal, se puede abordar también desde la Psicología, en orden a comprender mejor los elementos que la dificultan o favorecen, e incluso el funcionamiento de los distintos factores involucrados en este cometido.
La ciencia psicológica nos enseña que la conversión no es una tarea humanamente fácil. Nuestra naturaleza tiende espontáneamente a buscar el equilibrio, la estabilidad, y esto tiene como consecuencia inmediata la resistencia al cambio, a toda novedad que suponga una alteración importante de nuestro modo de vida o requiera afrontar situaciones que escapan a nuestro control. La razón es muy sencilla y se apoya en nuestra realidad neurofisiológica: enfrentarse a situaciones desconocidas exige al cerebro crear nuevas conexiones lo que conlleva un notable esfuerzo, un gran consumo de energía y una enorme fatiga neuronal. Por eso la renuencia ante cualquier transformación radical se incrementa cuanto más avanzamos en edad, porque nuestra disposición de recursos energéticos disminuye considerablemente con el paso de los años. De ahí que con frecuencia escuchemos en boca de personas mayores el famoso refrán «más vale lo malo conocido…»
Sin embargo, no es posible una vivencia profunda y auténtica de la fe sin una verdadera conversión interior. Por eso, convertirse constituye para el cristiano una tarea urgente e imprescindible, que se traduce fundamentalmente en la necesidad de morir al pecado y vivir para Dios en Cristo Jesús.
Frente al término «Epistrepho», frecuentemente utilizado en el Antiguo Testamento, que tiene un sentido más de contrición o arrepentimiento, para hablar de conversión el Nuevo Testamento muestra una preferencia clara por el vocablo griego «Metanoia», que significa cambio de mentalidad.
Esto encaja perfectamente con el planteamiento básico de la Psicología cognitiva. El cognitivismo, que es la corriente psicológica más extendida y valorada en la actualidad, defiende que nuestras acciones son el resultado de la lectura que hacemos de los hechos, en base a nuestros esquemas mentales que se han configurado a partir de los mensajes socializantes y de juicios o ideas previamente interiorizadas. Así, detrás de todo comportamiento anómalo encontramos sentimientos y emociones negativas que tienen su origen en un procesamiento defectuoso o inadecuado de la información, es decir, en pensamientos erróneos, distorsionados, y por tanto, irracionales.
Las distorsiones cognitivas o sesgos del pensamiento no comportan, en principio, una responsabilidad moral cuando se cometen de forma involuntaria, automática o inconsciente, como suele suceder habitualmente. En todo caso, habría que valorar la libertad interna de la persona a la hora de elegir, dentro de su repertorio conductual, la reacción más adecuada a realizar, a pesar del sentimiento adverso que le acompaña.
No obstante, podemos aplicar este esquema para tomar conciencia de que mantenerse, de forma contumaz, en una manera de proceder impropia de un cristiano, es porque evidentemente los criterios, principios, creencias y valores que se han interiorizado no son, en absoluto, cristianos. Se trata en realidad de alguien que vive en el engaño, en la mentira, instalado en el error del pensamiento… si admitimos que Cristo es el Camino, la VERDAD y la Vida.
Tal como hemos señalado, sobre presupuestos cognitivos fraudulentos y viciados no se pueden elaborar pensamientos sanos, ni pueden brotar sentimientos nobles, ni menos aún llevarse a cabo actuaciones virtuosas. Urge, por tanto, un cambio de mentalidad, una verdadera metanoia, una profunda conversión siguiendo la exhortación de San Pablo: «renovaos en la mente y en el espíritu» (Ef 4, 23).
La Iglesia nos indica los medios que podemos poner en este tiempo de cuaresma para facilitar este proceso de renovación espiritual, para abandonar la falsedad y el pecado como expresión de infidelidad a Dios y poder emprender caminos de rectitud, entrega y fidelidad.
El ayuno en tanto que contribuye a ejercitar la renuncia y el autodominio, acrecienta la libertad interior y posibilita la superación del «hombre viejo» dominado por el egoísmo, al desarrollar actitudes de desprendimiento y generosidad. La oración, impulsada por el Espíritu Santo, consigue abrirnos a la trascendencia y orientar nuestra vida plenamente a Dios, permitiendo que lleguemos a ser «hombres nuevos» en Cristo Jesús. Finalmente, la limosna, como ejercicio de caridad, hace que la vida cristiana se traduzca siempre en compromiso con los más necesitados.